CAPÍTULO TRES

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La noche se ha descontrolado un poco por la increíble afluencia de gente en el bar, pero aún así trabajan lo mejor que pueden para que los turistas y los jóvenes que simplemente se interesan por el buen ambiente, sean atendidos de la manera correcta. Como han predecido con antelación, las dos terrazas y el interior se llenan nada más abrir el local y se sigue llenando a partir de las once de la noche, por lo que a las dos de la mañana, el ritmo se calma un poco y los camareros pueden relajarse, tomar un copa en la barra y hasta charlar con algún amigo o conocido.

Ava ha dejado el delantal a un lado y ahora está apoyada en una pequeña mesa en el interior del bar. Disfruta de una de las mejores bebidas que ha probado porque por mucho que lo intenta, nunca puede llegar al nivel de maestría de Hans con eso de los mojitos afrutados mientras escucha la narración de una divertida historia. Olivier le pasa el brazo por el hombro, la atrae hacía él después del baile y luego le presenta a unos amigos que ella recibe con entusiasmo porque todos desprenden la misma vibra auténtica con la que cualquiera le gustaría enlazar un poco de su tiempo.

Beatrice, por su parte, tiene los ojos clavados en ella desde el extremo contrario del bar. Le gusta que intente leer su reacción o que por el contrario, sólo la mire. También le gusta verla reír cuando Lyah o alguna de sus amigas entona algo particularmente gracioso y sus ojos se achican, su nariz se arruga y Beatrice vuelve a ser la persona normal y natural que lucha por salir. En algún momento a lo largo de la noche han coincidido, han hablado o se han cruzado en el almacén de la planta superior y en todos y cada uno de ellos, Ava ha optado por rozarla, acariciarla o incitar el contacto físico quizás sin querer o quizás intentando disimular demasiado bien. Pero al final, siempre aparecía Lyah. No le extraña para nada. Convive con Beatrice, sabe que es una persona atractiva en distintos términos con facilidad para llamar la atención de cualquiera que tenga sus cinco sentidos bien pulidos. Así que, cuando la agarra del brazo para arrastrarla a la pista de baile porque la noche ha alcanzado el clima perfecto y porque suena una buena canción, la joven asiática no tiene más remedio que ceder no sin antes rodar los ojos. Por supuesto, todo eso se desvanece cuando Ava le rodea el cuello con los brazos. Y por supuesto que Beatrice es una buena bailarina, sólo que ella es la única capaz de sacar a relucir esa habilidad nata.

Y eso es precisamente lo que hace.

Son tan descuidadas cuando se relajan que entre toda la multitud, que se chocan, se rozan y bailan pegadas, encuentran la postura perfecta de unión. Frente contra frente. Sonrisa contra sonrisa y respiraciones acompasadas.

Cierran los ojos porque no necesitan ver lo que sus extremidades traducen y porque si Ava encuentra algo familiar en todo eso, Beatrice ya lo está abrazando con nostalgia.

—Tengo que decir que esto me gusta más que los entrenamientos—musita.

Beatrice medio sonríe pero no abre los ojos. Está como en un estado de meditación que Ava aprovecha a su favor porque se separa un poco para mirarla. Lo justo para que no corra el aire entre ellas y la calidez continúe intacta. Sus facciones la calan, la remueven. Luego, cuando los primeros estremecimientos han pasado, vuelve a pegar su frente a la de Beatrice, que suspira de alivio en respuesta como un gesto involuntario.

—Deberías añadir sesiones de baile a todo eso que me obligas a hacer por la mañana—añade.

—¿En qué te beneficia para lo que te estoy preparando?—sonríe.

Ava acepta el desafío. Se moja los labios.

—Me ayudaría a sobrevivir, es motivo más que suficiente, venga.

Beatrice abre los ojos.

—¿A sobrevivir?

Ava agacha la mirada. Recorre el grosor de su boca con la mirada, luego asiente con la cabeza.

SALMOS 34:14 (SEGUNDA PARTE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora