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Una de sus tantas manías era mantener las manos ocupadas jugueteando con cualquier objeto que se encontraba a su alcance. Servilletas, lápices. Muchos de estos objetos no regresaban a su lugar de origen, algunos continuaban su vida inanimada en el fondo de sus bolsillos, otros adoptaban un nuevo lugar en su atestada mesa del comedor y muchos otros eran dejados en sitios completamente diferentes de donde fueron encontrados.

Le distraían.

Acarició con las yemas una pulsera de dama bañado en oro blanco, que cayó del bolso de una señorita que tuvo que levantarse para utilizar el servicio. Mirando por la ventana, esperaba adivinar el precio que le darían en una casa de empeño si la revendiera. Suponía que era de catorce kilates, obtendría algo así como un millón o millón y medio de wons. Bajó la mirada hacia el brazalete, las cuentas que colgaban le recordaban ala mano enjoyada de su madre cuando le tocaba la mejilla.

Paró de jugar con la pulsera.

A su nariz llegó el aroma de algo pútrido. Una sensación de acidez instalándose en su estómago. Apretó los párpados con fuerza.

¿Cuándo le dirás Eun Ji-ah? ¿Cuándo confesarás que le mientes a tu hijo?

Abrió los ojos. Guardó la cadena dentro de su saco.

Se levantó del asiento extendiendo los brazos hacia su equipaje, y de su maleta extrajo una pequeña caja acromada. Cargó su caja consigo hasta los baños del vagón y se encerró dentro. Se refregó violentamente el rostro con agua corriente en un intento de deshacerse de la polución que le cubría como una máscara, pero no era tanto la suciedad de su piel de la que quería deshacerse, sino la de su alma. Elevó la cabeza y se vio al espejo, reparó en sus remarcadas y oscuras ojeras, en los resaltados pómulos y en la resequedad de los labios. Aun vistiendo ese elegante traje seguía siendo una carcomida momia.

Colocó el contenedor en el lavabo y del equipo que transportaba dentro de él extrajo un torniquete, un encendedor, una cuchara y un sobre con metanfetamina. Cristal. Vertió el polvo blanquecino en la cuchara dejando que el calor lo volviera líquido para luego aspirar la solución con una jeringa. Aplicó el torniquete un par de dedos arriba del pliegue de su codo y palpó las venas de la superficie, cuando encontró la correcta insertó la aguja y empujó del émbolo hasta que no quedó ni una sola gota. Se dejó caer en la tapa del inodoro sintiendo una inmensa ola de calor embargarle el cuerpo entero.

Las paredes parecieron verse distantes, el movimiento del tren empezó a causarle un mareo que le pareció divertido. En sus ojos vio la brillantez de las luces de la sala de urgencias, y en sus oídos traquetearon los engranajes girando en los motores. Echó la cabeza hacia atrás percibiendo cada vello de su cuerpo erizarse. No existía odio ni rencor, solo un absoluto sentimiento de liberación.

Salió del baño con su caja del tesoro en la mano, con la ropa hecha jirones y el cabello revuelto. Una pequeña niña de alrededor de seis años lo miraba directamente con expectación.

—¿Qué? —inquirió con voz ahogada— ¿Acaso nunca has visto a un zombi?

La niña huyó de él sin emitir palabra.

Regresó a su asiento.

•••

Fukuoka, Kyushu.

De una encerada camioneta negra emergió un hombre alto con bastón en mano, no era como si lo necesitara realmente, pero para él era un símbolo de poder. Del auto salieron otros cuatro hombres, justo cuando escuchó el sonido de la puerta cerrarse fue cuando arrojó la colilla del cigarrillo que fumaba al suelo.

Le esperaba una persona en la habitación L203 del hotel Grand Hyatta. Cuando entró a la misma lo cubrió una delgada capa de luces neón anaranjados y violetas, cuyos halos danzaron en las paredes blancas. Al final de la habitación divisó la figura de lo que creyó era un hombre realizando una extraña pose de yoga sobre un tatami.

Rabiaes Dementia: ReminiscenceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora