UNA MARIPOSA EN LAS REDES

2 0 0
                                    

Nos habían enseñado que la comunicación era un proceso unidireccional. Podíamos sofisticarlo con mil argucias, pero al final siempre era una calle de una sola dirección. La eclosión de los medios en los años sesenta y setenta del pasado siglo no hizo más que reforzar esa dinámica, porque la potencia de un medio podía y solía actuar como amplificador de una sola voz. Cuando McLuhan afirmaba que "el medio es el mensaje" hacía un reconocimiento a esa potencia, a la vez que anunciaba el advenimiento de una nueva era.

En el fondo, así culminaba una visión ancestral que convertía al emisor en el centro indiscutible del universo de la comunicación: desde las primeras inscripciones en piedra hasta las conexiones en directo de la CNN, los mensajes respondían a un planteamiento emisorcéntrico. Incluso las distopías de Orwell y Huxley presentaban un futuro de comunicación vertical. Parecía sencillo e inapelable: los mensajes, como los trenes, salen de A hacia B; y cuanta más potencia apliquemos en A más rápido y con mayor intensidad llegará. Son comprensibles todas las luchas a lo largo de la historia por pagar, controlar y/o manipular los medios. Abonado a esta fórmula, el siglo XX construyó los grandes gigantes de la comunicación.

En Divertirse hasta morir, Neil Postman alertaba sobre la banalización de contenidos en la era de la comunicación electrónica. Las cadenas de televisión aspiran a convertirlo todo en espectáculo, no importa si se trata de transmitir una guerra, un programa de entretenimiento o informar sobre la última tragedia natural. Empaquetar los contenidos en formatos atractivos para hacerlos apetecibles y digeribles implica distorsionar la realidad y adecuarla a determinados intereses.

Los media fueron la gran obsesión intelectual de fines del siglo XX. Umberto Eco definió las dos grandes posturas antagónicas en Apocalípticos e integrados. Los primeros, herederos de la escuela de Frankfurt, eran el sector crítico y de izquierdas. Los integrados, menos belicosos, pensaban que la cultura de masas estimulaba la participación y conseguía que los ciudadanos fueran tenidos en cuenta. Y esa democratización planteaba una nueva encrucijada: ¿tener en cuenta a los ciudadanos significa testar sus gustos para impactarles más y mejor? No digamos la publicidad, que se basa precisamente en eso, sino las políticas editoriales, ¿podían y debían prostituirse para ampliar sus audiencias? La democratización de la cultura de masas tiene una segunda cara bastante lamentable, consiste en satisfacer permanentemente al espectador independientemente de sus valores, ensalzar su mediocridad y sus defectos, convencerle de que su estupidez es plausible y su ignorancia es brillante, colocarlo en un paisaje onanista, adaptar la realidad a sus limitaciones, hacerle creer que él es la medida de todas las cosas, que el mundo es exactamente como se había imaginado.

Servir caramelos envenenados a los receptores y hacerlo a gran escala parecía la perversión definitiva, pero era solo el principio de una nueva era.

Desde la perspectiva clásica, cualquiera que fuera a abrir un perfil en Facebook se convertía inmediatamente en un medio de comunicación. Tal vez esta afirmación habría sonado pretenciosa al principio, pero lo que estaba claro es que las redes sociales empoderaban a las audiencias de una forma que nadie antes habría podido imaginar. Seguimos hablando de audiencias, pero ¿estamos seguros de que la línea entre emisor y receptor sigue siendo tan clara? Para los integrados acababa de nacer la mayor herramienta democratizadora que se pudiera imaginar. Algunos apocalípticos se negaron en redondo a esa caótica novedad, pero la mayoría se convirtieron, abrazando con entusiasmo la nueva fe.

El 17 de diciembre de 2010 un vendedor ambulante de fruta tunecino fue robado y humillado por la policía. El joven se dirigió hacia el ayuntamiento de su ciudad, se roció con pintura inflamable y se prendió fuego. Este acto de denuncia impotente podía haber ocupado algunos minutos y media página en las noticias de aquel día, y ser sepultado por la avalancha cambiante de la actualidad; pero nos encontrábamos en otro momento de la historia. Aquel fuego encendió la Primavera Árabe, una complicadísima hoguera cuyas consecuencias seguimos sufriendo una década después.

El primer análisis de aquella revuelta nos llevó a todos a pensar que las nuevas tecnologías permitían trasladar el poder a las personas. Aparentemente, las redes sociales empoderaban a la sociedad, lo cual debilitaba las instituciones porque generaba una participación directa. Permitía decidir e influenciar a los ciudadanos en tiempo real. Como todas las conclusiones inmediatas, nuestra interpretación pecaba de simplicidad. Lo que se demostró a continuación es que la realidad era más compleja que hasta entonces y también la forma en que podía ser comunicada. Los acontecimientos nutrían las redes y estas a su vez generaban otros acontecimientos que saltaban a las redes; y así en un loop infinito. Deposición de regímenes, revueltas, guerras, posicionamientos y contraposicionamientos geoestratégicos, ambigüedad entre movimientos de liberación y terrorismo, movimientos migratorios... Explicar la historia nunca es un acto inocente, pero con las redes sociales tiende a parecerlo. Simplifica la visión del inicio de los sucesos, pero multiplica las narrativas y su complejidad. Tal vez lo más peligroso es que tendemos a percibirlas con la guardia bajada desde una óptica simplista.

Mientras escribo esto, se convierte en noticia un capítulo esperpéntico de la historia de EEUU: cegados por algunas arengas incendiarias de su líder (amplificadas estratégicamente en Twitter), los fieles a Trump invaden el Capitolio. Lejos de imaginar que están cometiendo un delito, comparten la hazaña en sus redes sociales. El surrealismo llega a su cénit cuando uno de los fanáticos intenta vender en eBay el atril del congreso y la puja alcanza varios miles de dólares antes de ser detenida.

En medio del caos, mientras el mundo debatía qué tipo de delito se estaba cometiendo, todo aquello se saltaba las leyes de la comunicación convencional. Mensaje, emisor, receptor, canal, código, contexto estaban terriblemente enmarañados. Debemos acostumbrarnos a las noticias de postureo y a que el postureo genere la noticia.

La teoría del caos demuestra que si tomamos dos universos idénticos, con la única diferencia de que en uno de ellos vuela una mariposa, la suma de las consecuencias de este nimio detalle puede originar enormes divergencias en el futuro; dos mundos que no parecen tener nada en común. Tal vez ha llegado el momento de aplicar esta lógica a la comunicación; y, por supuesto, a la publicidad. Seamos cuidadosos y responsables a la hora de poner a volar mariposas.

VIAJE A MARTE. Como las marcas conectan con las nuevas audienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora