I

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— ¿Hace cuánto no sales al jardín a recibir el sol, Adele?

— Sabes que soy blanca por naturaleza uterina.

— No me refiero a tu cuerpo pálido y fúnebre, — lindo — las plantas se te están secando, por no decir desde ya que hay muchas muertas.

Callé.
La verdad, no me apetecía responder.
O mantenerme en esta conversación.

— ¿Desde cuándo dejas que tus macetas agonicen?

— Desde que yo también lo hago, Lau. Pienso que es bastante irónico que la muerte alimente la vida, ¿no crees?

— No.

Sonreí emitiendo un sonido de resignación, tampoco respondería a eso. Con la misma mueca que fue desapareciendo así corría la puerta de mi cocina y el sol se me estampaba en la cara, alcé mis cejas rozando los jarrones de cerámica que alguna vez fueron de mi mamá y desbordaban de vitalidad.

Laura tenía razón, las plantas se me morían.
Y era increíble como unas macetas pintadas a mano con hojas verdes hablaban de quienes eran sus dueños, tener y cuidar plantas requería de tiempo, paciencia y dedicación; requería de vida.

— Lo solucionaré hoy, no te preocupes.

Cerré los ojos así como los rayos tibios me llegaban a la cara, era rubia, cada pelo de mi cabeza brillaba al reflejo del sol, y mi piel blanca resplandecía, parecía porcelana, agrietada y delicada.

— Hace días no sentía el sol en la cara. Es cálido. — no me respondió, pero no hacía falta. Con Laura disfrutábamos del silencio de la otra.

Nos conocíamos hace bastantes años, para cuando ella llegó a mi vida y yo me hice partícipe de la suya, éramos un nudo de caos, este por lo general, es ruido. Con el paso de los años alcanzamos la tranquilidad, y se manifestaba en modo de silencios.

Había una controversia personal y universal, que decía que para muchos el silencio era perturbador y requería de la interrupción del ruido, una persona. Para muchos la agonía era el sigilo. Para otros, la frecuencia constante requería de inactividad.

Al parecer, según las vanidad de la vida,
el silencio era ensordecedor
o
el ruido imperceptible.

Laura había llenado de silencios mi vida,
y no había cosa que le agradeciera más.

— Gracias por acompañarme, Lau. Que tengan un buen comienzo y una linda nueva vida. Ojalá que siempre puedan elegir y que si no se puede, puedan transformar los cambios inesperados en oportunidades. — me giré para verle, tenía nostalgia de dejarla, pero no era pena, las lágrimas no asomarían esta vez. — Abrazo gigante al alma para ti y Daniel.

Dejé que me abrazara, pese a llevar impidiéndoselo hace semanas. No habría otro abrazo después de este, así que dejé que mis huesos cansados y débiles sacaran fuerza que ahora era sobrehumana para abrazarla y enrollarme en su pecho. Sentía como la tierra de pronto comenzaba a girarme, pero no me mareaba, era la magia del momento. Las vueltas eran agradables, venían acompañadas de un flashback.

La amistad es ese barquito de papel de colores que llega siempre a tiempo cuando estás jugando en el charquito. No importa si el charquito te está embarrando los pies o estás feliz y disfrutando la vida, en ambos casos su presencia es perfecta.

El barquito de los amigos llega siempre a tiempo, y eso es una fortuna que no se compara ni con todo el oro del mundo.

Laura era mi faro, alma necesaria, magia que se me había cruzado en el camino para ofrecer de manera mutua al corazón. Se volvió en una persona que abraza mi dolor, y se alegra cuando la vida se pone de mi lado. Y eso es mutuo, completamente mutuo, si no, no es.

La amistad verdadera existe, y no puedo imaginar lo que me resta de vida sin ella, sin este amor. Ni pensar en la soledad que puede sentir el alma sin poder abrazarse con otra que está en la misma galaxia del corazón. Hay personas que son regalos, familia elegida, que están para hacer nuestro camino más bello, y ojalá también, nosotros el de ellas.

Un té, una palabra a tiempo, un hombro, una risa, bailar, cantar, reír y celebrar la vida, no imagino fotogramas de mi vida sin esos momentos con ella.

— Sabes que volveré, ¿cierto?

Asentí.
Porque lo sabía.

— Lo sé, Lau.

— Para entonces, tú estarás aquí. Permanecerás en esta misma casita rodeada de plantas, plantas verdes y vivas.

No gesticulé palabra, ni articulé movimiento.
Pero le prometía que estaría en esas plantas, verdes y vivas.

Sabía que ella volvería, pero para ese día, yo ya no estaría.

— Te dejo, vida mía. Pero volveré por ti.

— Aquí estaré, Laura. Mientras respires sabes que viviré.

Caminé hacia la cocina para encender la radio a un ritmo moderado, estaba entonizada en la 102.2, sonaba Tarzan Boy de Baltimora. Llené un jarrón de agua y comencé regando las macetas que estaban en el borde de la encimera del lavaplatos, en la ventana, en un mueble junto al refrigerador, volví a llenar el jarro y salí sonriendo así como movía la cabeza y las manos al ritmo de la canción, regué macetero por macetero, dejé la cerámica con lo restante de agua sobre un bloque de cemento y corrí a subirle el volumen a la radio, volví a salir y me reí dando vueltas así como me ponía a bailar.

El viento me volaba con alegría el vestido, mis pies sentían la brisa tibia y solté mi cabello de la cola que la ataba: jungle life, i'm living in the open native beat that carrie's on.

Tarzan boy hablaba de un hombre solitario que estaba en medio de una jungla desconocida disfrutando de su libertad, a similitud de Tarzan. Era una canción magnífica para una mujer que después de un diagnóstico, vivía repitiendo El señor de los anillos, para escuchar a Gandalf decir: "No podemos elegir los tiempos que nos tocan vivir, lo único que podemos hacer es decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado."

Y yo había decidido ser libre.

The orchestra of painDonde viven las historias. Descúbrelo ahora