XVIII

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"Me gustaría verte, y sentirte cerca otra vez."
Enviar.

Había pasado una semana desde que había recibido las cartas. Y no sabía si esas habían sido un despido. Tampoco recordaba cuánto había pasado desde que la dejé en su casa esa noche pidiéndole que no me volviera a buscar.

Habíamos quedado en que no íbamos a hablar más. No sé si nunca más, pero al menos por un tiempo. Aunque tampoco estoy tan segura de eso. Hasta que yo ya no estuviera. Sí, nunca más.

El tema de haber volado tan alto es que después la caída duele mucho más. Ojalá hubiera sido como saltar de una silla en vez de estrolarnos desde la terraza del Empire State, que todo era muy divino hasta que nos arrojamos a un vacío paradójicamente lleno de realidad.

— Te traerán la comida en unos minutos, Adelita. — le sonreí a Alba.

A la mierda. Creo que voy a eliminar el mensaje.
Lo que pasa es que el muy inservible de WhatsApp nos recuerda lo imperdonable y consistente de nuestros actos con un penetrante "Este mensaje fue eliminado" y eso es lo que más me molesta. (Y del WhatsApp también.)

A decir verdad, no me importa que lo haya leído o no, pero va a saber que perdí. Y el tema es que no perdí contra ella, sino que perdí firmeza en una batalla que ya no sé si es entre el bien y el mal, entre el corazón y la razón, entre el "ser" y el "deber ser" o qué carajos, pero es una guerra civil adentro de mi pobre y cansado cuerpo. Cuerpo que vive en una misma casa como hijo de padres a punto de separarse que lo tironean para un lado y para el otro.

Por otro lado, tampoco importa que lo haya leído o no porque en realidad no importa lo que le dije en sí. Es que le podría haber dicho eso o que tengo ganas de comer pizza o que seguramente el gato del vecino ya me rompió una maceta o mandarle algún chiste sin mucho sentido. O con mucho sentido pero con uno que no se reduce a lo literal o a lo superficial.

— Muchas gracias. — recibí la bandeja con una sonrisa.

Hay muchas formas de extrañar pero la más tortuosa e incisiva es la que se mide en cosas que uno tiene ganas de contarse. Y no puede.

Quizá debería de olvidarme ahora de tenerte otra vez y aceptarle a Alba la compañía que me ofrece todos los días. A ver si haciendo que un retazo de todo esto no sea real, funciona como una media roja perdida en un lavado blanco y destiñe un poquito el dolor.

Es por eso que,
lo que no nos animamos a hacer
no es un sueño
sino más bien
un dueño.

— Te vendré a buscar en un ratito.

Alba era una mujer de edad, no la suficiente como para estar jubilada, pero sí la necesaria para decirme "Adelita" y empequeñecer las palabras, como el ratito.

— Alba... — la llamé. — ¿Qué ha dicho el doctor? — se giró a verme con una mueca tranquila, pero era la sonrisa anticipada a un lo lamento. Y lo entendí, más no dejé que me afectara porque no estaba esperando lo contrario. — ¿Podrías pasarme el libro que está en el sofá, por favor?

Se acercó a recogerlo y me mantuve alerta de que lo tomara bien para que las cartas que estaban guardadas en el medio no se fueran a caer. Lo recibí y ella me acomodó las sábanas, procuró que estuvieran bien dobladas para que me cubrieran perfectamente. Alba era una mujer de edad, no vieja, pero la suficiente como para cuidarme como si fuera su hija.

— Ya verás como te sale el sol otro ratito, cariño. Has sido muy fuerte. — me acarició las rodillas en un gesto de compasión. — Hoy es tu última sesión. — sonreí sin alegría, pero conforme. — Y tengo una sorpresa para ti. Pero, no te diré qué es hasta que te comas toda esa bandeja, y estés de regreso.

The orchestra of painDonde viven las historias. Descúbrelo ahora