VIII

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— Lucero...

— Cinco minutos más. Tal vez diez. Si son veinte muchísimo mejor.

Me tapé los ojos reprimiendo la risa.

— ¿Te das cuenta de donde estamos?

— ¿Y tú de que estoy dormida?

— Quieres abrir los ojos, por favor.

— De querer...

— ¡Lucero!

Se incorporó y después de tallarse los ojos, se quedó trémula.

— ¿Nos dormimos aquí?

— ¿Te parece?

Me miró rápidamente y no parecía haberle agradado mi respuesta.

— ¿Intentaste secuestrarme?

Me reí y encendí el motor del auto.

— Sigue durmiendo, Lu.

— No te he dado el permiso de llamarme así.

Se acomodó en el asiento y rápidamente comenzó a respirar con lentitud. Regularicé la calefacción y manejé de regreso a la ciudad. Pasamos la noche en un mirador, pensando que solo iríamos hasta ahí para mirar las estrellas en el cielo y las luces que simulaban las mismas en la tierra, pero nos pusimos a conversar con tanto énfasis, que las horas se pasaron y no recuerdo en qué momento los ojos se nos cerraron a ambas. Ni quién se durmió primero. Después de aquella noche en ese baño drogadas, no habíamos pasado un solo día separadas.

— ¿Sabes? Se me acaba de ocurrir algo.

— ¿No estabas dormida?

— No. Bueno, lo estaba.

Me reí.

— ¿Qué se te he ocurrió?

— Así como tú tienes una lista, yo igual quiero escribir una de las cosas que quiero hacer contigo antes de que te mueras.

Apreté el manubrio y callé.

— No me parece justo.

— A mí tampoco que yo tenga que andar cumpliendo sólo tus caprichos.

La miré ofendida, pero con gracia.

— Cinco cosas en la lista, nada más.

— ¡Fenomenal! Pero ya que me has limitado, tendrás que cumplirlas sin titubear. No habrán cambios, no nos saltaremos ninguna.

— No hay cosa que pueda ser tan terrible. — sonrió de lado. — ¿Cierto?

— Nada similar a terminar desnuda en el baño de una cafetería.

Simpática.
Volvió a acomodarse y sonreí lo que me quedaba de camino.

— ¿Te puedo pedir un favor?

La voz le había cambiado, parecía y sonaba cohibida, se encorvó en el asiento y me miró con unos ojos brillantes y redondos que me hicieron sonreírle para que entrara en confianza.

— Por supuesto.

— ¿Podrías dejarme en mi casa? Por favor.

Miré el portón de la mía y me golpeé en la frente mentalmente.

— Perdóname, no sé por qué te traje hasta acá sin preguntar. Claro que sí, indícame dónde vives.

Volví a encender el motor y me integré a la calle en silencio, íbamos hacia una manzana que era desconocida para mí.

The orchestra of painDonde viven las historias. Descúbrelo ahora