VI

175 28 31
                                    

Algo le faltaba al árbol que aún no lograba terminar, algo tenía, algo necesitaba, pero no lograba encontrar qué era. Tal como me lo había dicho Lucero, al día siguiente había amanecido con un dolor insoportable de músculos, la pasé casi todo el día en cama, al día siguiente me sentía peor, los que vinieron iban mejorando, así hasta que dejó de dolerme todo, y seguía sin marcarle. Consideraba no volver a hacerlo, y desaparecer de la nada a sabiendas de que en mis condiciones era un error, pero...

"¡Hola, ricitos de oro!
Sé que quedamos en que tú me hablarías, y presento tan poco interés en la gente, que si me pides espacio tiendo a dártelo de por vida, pero contigo me veo en la necesidad de no tomarme enserio la petición. Solo quiero saber si estás bien, ha pasado más de una semana...

Hoy estaré en el bar literario, leeré.
Por si te interesa ir, la función comienza a las 19:00pm.
Me gustaría verte entre el público.

(La verdad te he escrito únicamente porque en la radio está sonando (You make me feel like) A natural woman. Y la canción me ha recordado a ti)"

Apagué la pantalla y dejé el móvil sobre la mesa, me afirmé en el respaldo de mi silla giratoria y entrecerré mis ojos.

— No iré, es obvio.

Y con esa decisión en mente continué con el árbol, que parecía no querer ser pintado.

Las horas me avanzaron de forma lenta, parecía ser un extremo, pero las manillas del reloj no giraban y eso hacía que mi atención estuviera puesta en el aparato en mi muñeca. Llevaba haciendo lo posible por mantener mi cabeza lejos de ese bar, lo llevaba intentado con tantas fuerzas que tenía un dolor punzante entre las cejas y un crujir de tripas impresionante. Solté la pluma que sostenía y me sobé la frente con presión, solté el aire por la boca recargando mi espalda en la silla que se movió al recibir mi peso, cerré los ojos y relajé el cuerpo.

— ¿Qué queremos, Adele?

Cenar.

Caminé hasta la cocina, abrí gabinetes, saqué ollas, sartenes, verduras, pasta, nada. No quería hacer nada. Retrocedí hasta la entrada, tomé mi abrigo, mis llaves y una de mis tarjetas. Manejé hasta el centro, me bajé en una trattoria, vermicelli con salsa blanca y salteado de verduras. No me sentaría ahí a comer, así que pedí para llevar. Me escondí en mi abrigo tratando de cobijarme del frío y del viento, me subí al auto y volví a manejar.

Me detuve afuera del bar, me acomodé para tener una mejor visión y pude verla. Tenía su pelo atado, unos lentes diferentes, unos pendientes grandes y una cadena fina que brillaba con el destello de la luz roja. Todos estaban sentados, las cabezas quietas la escuchaban hablar con atención. No la oía, claro que no la oía, pero podía ver sus labios rojos, de un rojo más oscuro que el habitual, modular cada palabra con detención. Alzaba los ojos entre las personas y se reía, junto a ella los demás. Los ojos se le volvían nada al sonreír, los dientes siempre le brillaban, alzaba las cejas cuando algo le interesaba... Las alzaba cuando me oía.

"¿No tienes miedo?" Había preguntado.
Siendo que el miedo lo tenía yo.
A lo que podía aflorar,
a lo que estaba viendo y sintiendo en este momento,
a lo que todo aquello iba a desencadenar.
Miedo a querer permanecer con vida.
Por ella.
Que no dejaba de ser una desconocida de labios rojos y ojos oscuros.

Estaba ahí, la piel blanca le brillaba.
Mirarla comenzaba a sentirse como volver a casa, respirar tras días grises, saber que la vida es fugaz, pero ella puede hacerla infinita. Y yo era tan breve como un pasajero, tan rápida como un sexo lento y, como pasa con lo bello, siempre se termina antes de tiempo.

Lucero había aparecido hace un mes hoy.
Y había dejado un rastro de recuerdo,
había dejado un rasgo de añoranza,

su poder es siempre y certero:
es inolvidable.

The orchestra of painDonde viven las historias. Descúbrelo ahora