XII

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Estoy cansada de escuchar que lo dejaste ir porque empezó a gustarte demasiado. A veces somos tan tontos que cavamos nuestra propia tumba y presumimos de ello. Si ya de por sí es difícil dar con la persona que es capaz de llenarte, no te quiero contar cómo será cuando te ahogues en tu propio miedo a respirar en soledad.

No vas a tener nada que perder. Nunca. El amor te hará cosquillas y el desamor te hará más fuerte. Esto es así. La vida son lecciones y, aunque haya veces que no nos guste ir a clase, días grises, ya tú sabes, siempre puede haber un compañero que le dé sentido a la mañana, que haga salir el sol cada vez que ríe. Dar el primer paso cuesta, pero nunca, con ninguna otra cosa, sentirás que vuelas tan alto como cuando se quiere. Créeme, el cielo es mucho más si se comparten alas.

Con esto no quiero decirte que no sientas miedo, porque todos lo sentimos. Lo que pretendo es que te atrevas, que seas valiente, porque quedamos muy pocos los que somos capaces de arrasar a la razón cuando el corazón compite.

¿Vale?

Ahí terminaba el sermón de Laura el día que la había llamado para contarle lo de Lucero.

Y acabo de despertar con los aplausos del público.
Se escuchaban gritos y silbidos, más aplausos. Aplausos, aplausos, aplausos. Las luces bajaron, el rojo del ambiente se intensificó, todos callaron, ya no habían aplausos. Había un grito de espera. Y cuando subió al escenario, fue callado.

Lucero estaba ahí vestida de negro, con un vestido largo que la cubría por completo, menos los hombros, la clavícula, el cuello y los brazos. Y una pierna, había un tajo en la tela que bajaba desde el muslo derecho hasta su pie, y me mostraba la piel. Su boca pintada de rojo, pero no era un rojo vivo, era un rojo vino, fuerte, oscuro, furioso. El cabello atado y unos mechones le bordeaban la cara de forma desordenada.

Estaba ahí.
Se acomodó el micrófono, sonrió y me escondí a lo que alzó la mirada. Me metí entre la gente quedando inmersa en sus sombras.

— Existía una...

Me di la vuelta y me marché.
Hoy no la escucharía.
Me palpitaba cada una de sus palabras.

Procuré salir así como había entrado, sin ser vista. Me subí a mi auto y manejé hasta casa, ahí me encerré, ya era hora...

¿Seguimos siendo amigas, cierto? — esa había sido mi pregunta después de haber tenido el mejor sexo de mi vida, y probablemente el primer orgasmo involuntario. Seguimos siendo amigas.

Si te acuestas con tus amigos, claro, seguimos siendo amigas.

Me había terminado de vestir, sentía que aún me temblaban las piernas, tenía sensible los pechos, la boca, el cuello, cada poro. La ropa me cubría, aunque el cuerpo me pedía continuar desnudo; Lucero se incorporó y cruzó su habitación hasta un armario, volvió envuelta en una bata de seda negra anudada a su cintura. No sabía si el nudo se había desatado o le podía ver el escote en el pecho aún bajo la seda. Alucinaba, seguramente.

¿Te marcharás?

Sí, he terminado por hoy aquí. — sonreí. Sonreí pese a haber escuchado mis propias palabras, no hablaba inconsciente. Tampoco buscaba hacerla sentir mal. Simplemente...

¿He terminado todo por hoy aquí, Adele?

Comprendo. Te acompaño a la puerta, entonces.

Su rostro había cambiado.
No era molestia, no era dolor, no era sarcasmo, pero algo había.
Caminamos por los pasillos hasta llegar a la última y primera puerta de esa casa.

The orchestra of painDonde viven las historias. Descúbrelo ahora