CAPITULO 2

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Castillo de Swan,

-Isabella con casi 21 años, era ahora la criada de la condesa y su hija Jessica, ese era el destino de los hijos bastardos, servir a la familia legitima de su padre, y aunque el conde era cariñoso con ella y sus hermanos y llenaba de consideraciones a su madre, no compensaba el mal trato que le daba la condesa y su hija en la ausencia del conde, quien permanecía gran parte del año en la corte al servicio de la corona.

Date prisa, Isabella. La señora está de muy mal humor hoy. -Qué novedad. Bree, el

ama de llaves, lanzó una severa mirada a la joven que estaba a su cargo y arrugó la

nariz.

-Cuidado con esa lengua. La condesa es superior a ti y fue Dios quien la puso ahí.

Isabella inclinó la cabeza mientras mantenía en equilibrio la bandeja del desayuno de la

señora del castillo. Era cierto que tenía que morderse la lengua, aunque no lo hacía por

ella misma. De hecho, le importaban poco sus propias comodidades. Pero la joven era

muy consciente de que lady Sue no la castigaría sólo a ella, sino que estaría

encantada de descargar su cólera también sobre su madre, la amante del conde.

Con un suspiro, siguió a Bree hacia el ala oeste, apresurándose para que la bandeja

estuviera aún caliente cuando la condesa despertara.

Unas grandes cubiertas de plata pulida protegían el variado desayuno. Cada cubierta

estaba adornada con grabados de flores y pájaros, y eran calentadas sobre el fuego

antes de ser colocadas sobre cada plato para mantenerlo caliente.

Isabella se había levantado con los primeros rayos del amanecer con el fin de atender a la

condesa cuando despertara. Le habían encargado aquel deber desde que se había

iniciado su flujo menstrual.

Los primeros meses le habían dolido las muñecas debido al excesivo peso de la

bandeja con toda aquella plata, pero ahora se movía sin problemas. Sue también

había ordenado que Isabella la vistiera cada mañana para asegurarse de que durmiera

detrás de las cocinas, junto a las otras doncellas, y bajo la vigilancia del ama de llaves.

De ese modo no conocería a ningún hombre y permanecería virgen.

La razón era sencilla. Isabella era la hija bastarda de un conde, y a pesar de que Sue

detestaba verla a ella y a sus hermanos, no era ninguna estúpida. Sabía que Isabella

podría ser de utilidad en alguna negociación de matrimonio. Había caballeros de

posiciones inferiores que valorarían la sangre noble en una esposa. Aunque también

era posible que la condesa tuviera intenciones de convertirla en ramera, al servicio de

los caprichos de algún gordo mercader.

Fuera lo que fuera lo que la condesa tenía en mente, aún no lo había desvelado.

Isabella permaneció de pie en silencio mientras se descorrían las cortinas de la cama y

Sue volvía la cabeza hacia el personal que esperaba sus órdenes. Sus ojos inspeccionaron a cada uno de las sirvientas, desde la apretada cofia al dobladillo de la falda. La condesa no toleraba ningún fallo. Sus labios nunca parecían sonreír y en su rostro se distinguían las arrugas que eran prueba de ello. Una pintura en el salón inferior la mostraba en su juventud como una alegre recién casada, pero no había ninguna alegría en la mujer que estaba recostada en el lecho.

LA IMPOSTORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora