CAPITULO 4

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Una esposa falsa.

El conde no puso fin a la jornada de viaje hasta que el sol casi se había puesto. Sólo

una mancha rosa coloreaba el horizonte cuando alzó la mano para que el grupo se

detuviera. Parecía que sus hombres sabían exactamente qué significaba su gesto,

porque desmontaron y empezaron a organizar el campamento.

El lugar que había escogido estaba resguardado por árboles. Las ramas tenían pocas

hojas, pero un grupo de grandes peñascos conseguían que el lugar fuera perfecto para

pasar desapercibido.

Una roca estaba manchada con oscuro hollín negro y dos de los guerreros se

dispusieron a preparar allí un pequeño fuego, mientras otros dos reunían a los caballos.

Liberaron a las monturas de los bocados, pero se aseguraron de que todas las bridas

estuvieran bien sujetas. Después ataron a los caballos entre sí, dejando un par de

metros de distancia entre ellos para evitar que vagaran solos durante la noche. Un

guerrero trepó a las formaciones rocosas, apoyó la espalda sobre varias ramas, y dejó

que la espada desenvainada descansara sobre uno de los muslos.

El resto de los hombres hablaban en voz baja, pero Isabella pudo escuchar la alegría en

su tono, al igual que el marcado acento escocés.

La soledad la atenazó como si se tratara de un torno de acero que se cerraba más y

más con cada detalle extranjero que percibía.

Con un suspiro, se dio la vuelta y se dirigió al río. Oía el murmullo del agua fluyendo

deprisa, pero el arroyo no estaba a la vista. Tuvo que ascender una pendiente para,

finalmente, poder ver el agua más abajo. Poniendo atención en no caerse, consiguió

finalmente bajar la cuesta. El odre no había estado lleno de vino dulce sino de agua.

Aun así, la agradeció, porque los labios se le secaban con el aire invernal. Apoyó un pie

en una roca y tuvo la precaución de subirse las faldas sobre los muslos antes de

inclinarse para volver a llenar el odre.

La brisa nocturna le acarició la piel desnuda por encima del extremo de las medias de

punto, haciendo que se le erizara. Una vez llenó el odre, se irguió colocando ambos

pies con firmeza sobre la orilla y le dio un giro al tapón antes de darse la vuelta y alzar la

mirada.

Al encontrarse frente a frente con el conde soltó un grito ahogado. Apenas los separaba

medio metro de distancia y su cuerpo le pareció aún más grande que por la mañana.

Isabella dio un salto hacia atrás intentando alejarse de él sin pensar en lo cerca que

estaba del río, de forma que sus talones se hundieron en el suelo húmedo y el odre se

cayó al barro.

Actuando con rapidez, el escocés la cogió por la muñeca para alejarla del río. La joven

LA IMPOSTORADonde viven las historias. Descúbrelo ahora