GERMINACIÓN IV

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El jardín de Leo era un desastre. Los árboles estaban podres por dentro, el césped amarillo, los arbustos quemados y ni hablar de las macetas de piedra. Era más exacto decir que se trataban de cubos de basura con forma de maceta. Desde luego, Laika había sido inteligente en cuanto a buscarle una tarea a Remo, porque ahí había trabajo. De hecho, dudaba si iba a ser capaz de arreglarlo para la fecha señalada. Al menos lo intentaría, preguntándole a Rose por mensaje las cosas más avanzadas que a él se le escapaban, porque cuando salía al jardín, con botas de trabajo, un forro polar y auriculares, nadie le molestaba.
Había dicho que quería terminar antes de que nevara en serio, así fingía que tenía prisa y no necesitaba que lo molestaran con tonterías. En realidad, estaba malhumorado, pero Remo odiaba que la gente lo viera en continuo estado de enfado, porque él odiaba a la gente que no sabía ser suficientemente razonable como para entender que no pueden hacer pagar a los demás por sus desgracias. Lo único que le animaba es que se daba cuenta de que parte de sus conocimientos sobre cuidado de plantas llegaban solos a medida que se enfrentaba a ciertos retos.
Leo le había dado carta blanca para adentrarse en las catacumbas del garaje y coger cualquier herramienta disponible. El segundo día, mientras podaba ramas que, además, eran un peligro para cualquiera que estuviera cerca en el momento menos adecuado, se le ocurrió un plan maestro para volver a Nueva York. Necesitaba material que no tenían en casa. Cosas más específicas que no podrían conseguir en cualquier centro comercial. Se lo dijo a Laika, esperando a que le dijera que no tenía ni idea de dónde comprarlo. Así él podría sugerir que sabía dónde conseguirlo.
«No te preocupes, lo pedimos por Internet», había respondido su padre. Le dieron ganas de entrar en su despacho de niño grande con un bate de béisbol y romperlo todo. Se contuvo, como es natural, y esperó con paciencia a que llegara el repartidor con varias cajas grandes llenas de herramientas. Remo sabía que el pobre trabajador no tenía la culpa, pero solo con ver el logotipo de su uniforme de trabajo se enfadaba y apenas le dio las gracias con un gruñido antes de cerrar la puerta.
—¿Nos levantamos con el pie izquierdo? —preguntó su padre con una taza de café en la mano. Debía de estar en el descanso. Su padre siempre tenía descansos de veinte minutos cada cierto tiempo, su hora del almuerzo y un montón de cosas guays que le hacía adorar las empresas privadas como si todas fueran iguales.
—Podríamos haber comprado esto en cualquier sitio. —Remo respondió lo más neutral posible.
—Eso es justo lo que hemos hecho, ¿no? En cualquier sitio. Además, los gastos de envío me salen gratis por la suscripción premium.
—No. Ese sitio no es cualquier sitio. Ese sitio es el mismísimo infierno y no se merecen nuestro dinero.
—Remo, por dios, es un rastrillo para tu jardincito zen, da igual. —Sorbió de la taza, divertido.
—No, no da igual, papá. —Se pellizcó el puente de la nariz, con las cajas a sus pies—. Es que no te enteras de nada, joder.
—No es que disfrute bebiendo gasolina y esas cosas, aunque tener la guitarra-lanzallamas de Mad Max sería un pasote y eso sí lo disfrutaría... Pero no vas a tumbar el sistema por no comprar un botecito de fertilizante.
—Ese es el problema, Leo. —Saboreó llamarlo por su nombre, como si fuera alguien ajeno, un desconocido con quien no tenía confianza—. Que todos piensan exactamente igual que tú y cada vez vamos a peor porque nos escudamos en excusas de mierda y cinismo asqueroso. —Le dio una patada suave a la caja para arrastrarla hacia un lugar donde no molestara—. Parece que queréis que los ricos os pisen la puta cabeza, joder. —Se arrodilló en el suelo para quitarle el precinto con un cúter que llevaba guardado en el bolsillo.
Clavó el filo con saña y tiró del cartón con fuerza. Leo tragó saliva y sintió un cosquilleo por la espalda. Era hora de volver a trabajar.
—¿Mamá no compra nada por Internet? ¿Ropa, maquillaje, bragas? ¿El Satisfayer?
—¡Claro que no! —Remo se mordió la lengua para no terminar con un «paleto»—. Mamá no vive encerrada en una burbuja acomodada como vosotros.
Se calló, porque era consciente de que se había pasado, aunque el daño ya estaba hecho.
—Mamá es igual de burguesa que nosotros, solo que finge que no porque compra la fruta en un mercado al que solo alcanzan los pijos. —Leo le guiñó un ojo, en un intento de fingir que no le había molestado la actitud de su hijo. Se imaginó cómo había sido su etapa adolescente, fiscalizando cada cosa que no estuviera hecha con esparto y hojas de palmera y se alegró de haber estado lejos de esa segunda cara de Remo que acababa de conocer—. Vuelvo al curro. Si necesitas algo mándame un mensaje.
—Vale, papá. Gracias —suspiró. Debía calmarse.
Su mal humor no hizo otra cosa más que aumentar. Rose le había pedido fotos del jardín y le había dicho que lo mejor que podía hacer era prenderle fuego y olvidarse. Después, se dio cuenta ella sola, pero no le pidió perdón, sino que le dijo con un tono de suficiencia que Remo recreó en su cabeza que era hora de que empezara a superarlo. Lo que más le molestó de todo eso era que no podía escuchar su tono de suficiencia de verdad.
Luego se burló de él, para decirle que ella podía arreglarlo todo en cosa de dos días, pero él iba a necesitar mucho más, porque no podía hacer trampas. Le recordaba que tenía prohibido hacer trampas sin mayores cerca. Ahí le dio la idea.
¿Para qué necesitaba a Rose si su respuesta era decir siempre que no sabía cómo debía hacerlo porque cada uno era diferente y solo sabía lo que le había funcionado a título personal? «Pues si ella aprendió sola siendo mucho más joven, yo puedo hacerlo también», pensó una mañana que se había levantado a primera hora, incapaz de dormir más tiempo. Necesitaba agotarse durante el día para poder dormir por la noche y que no le atacaran las pesadillas. Todavía no le había hablado a Rose del jardín.
No es que desconfiara de ella —tanto—, sino que la última regla de la lista era no mentar nada relacionado con sus dones en ninguna situación donde pudiera filtrarse algo. Hablar en clave lo descartó, porque era muy difícil, terminaban perdiéndose y Rose se enfadaba por hacerle perder el tiempo. Pero él no dejaba de soñar, de despertarse en ese jardín al que ya se había acostumbrado. ¿Y si era el invernadero de Rose?
«Y si no es un sueño». La idea le rondaba la cabeza de forma continua. El corazón se desbocaba, pensando que él perdía el tiempo en Boston, mientras lo importante estaba en Brooklyn, en ese edificio de hierro y cristal. De momento, había llegado a la conclusión de que la visión del frío y su mano enguantada agarrada a la de otra persona era del pasado. Es decir, del día que salió con Lorena a la marcha para protestar por el resultado de las elecciones. Seguía sin poder ver con mucha más claridad, pero después de lo que le había contado su madre le parecía evidente. Era pasado.
«Pero nunca había estado en el invernadero de Rose antes», pensó, mientras arrastraba bolsas de basura hacia la parte delantera de la casa. Rose había sido muy tajante y no tenía por qué no creerla. Nadie había entrado en ese invernadero antes que él, porque no lo permitía y a él solo se lo había permitido porque resultó ser como ella. «Y no lo descubrió hasta lo del incendio, por lo que... No es pasado. Ni presente». ¿Futuro? ¿Veía el futuro? Si podía regenerarse y hacer crecer plantas, ¿por qué no iba a poder ver el futuro? Limitarse en una situación donde ya se había salido todo de madre era absurdo. Y pensar en que aquello era el futuro le ponía más ansioso, porque estaba atrapado, lo que concordaba con los miedos de su amiga y, por supuesto, no le había dicho.
Unos días después volvió a llegar el repartidor. Remo le pidió a su padre que abriera él, para no ponerse de peor humor de golpe. No quería saber qué tontería había tele-comprado, pudiendo pedirla en la tienda de la esquina. Se había quedado en la parte de atrás del jardín, limpiando el musgo de las macetas de piedra.
—¡Hijo! —Leo salió al porche y sorteó las butacas de mimbre. Llevaba un paquetito pequeño envuelto en papel marrón y atado con un cordel sencillo—. Te han enviado una cosa, creo. —Le enseñó el paquete, habían pegado un sobrecito pequeño.
Se levantó y sacudió los vaqueros viejos que le había cogido a su padre.
—Gracias. —Cogió el paquete que Leo le ofreció, a la espera de que se fuera. El corazón se le iba a salir del pecho, desbocado. ¿Quién le enviaba paquetes a él?
—De nada.
Leo le observó de vuelta, pero no se iba, ávido de cotilleo. Seguro que en esos momentos estaba retomando la teoría de que tenía a alguien en Nueva York. Remo solo podía pensar en trescientos escenarios diferentes llenos de desgracias; un aviso de que le habían encontrado e iba a por él. Pero de ser así... ¿Qué importaba ya?
—¿No tienes que seguir trabajando? —le preguntó, yendo a apoyarse a la mesa donde habían cenado con su madre hacía unas semanas.
—Voy adelantado, estaba jugando al Fortnite. —Lo siguió.
Giró la cabeza en una mueca, porque no quería reirse. En realidad, le molestaba aquella falta de intimidad, a sabiendas de que no había nada que hacer. Le temblaban las manos y en su nerviosismo, optó por abrir primero el paquete en vez del sobre con la tarjeta.
—¿Te ayudo?
—No.
Se apartó sin sutileza de su padre, que ya se había adelantado unos centímetros, con intención de tirar del cordel. Si había un paquete bomba o algo así, tenía que abrirlo él. Lo que se encontró fue una cajita vieja de hojalata con un olor que su subconsciente reconoció al momento.
—¿Qué es? —preguntó su padre.
Abrió la caja. La encontró repleta de bolsitas de té. Era el olor de Rose cuando ponía a hervir el hornillo en el jardín del invernadero. «Casi me matas del susto, demonio con piel de hadita», pensó relajado. Se rio y su padre le miró con suspicacia. No entendía nada.
—Para que mejores tu humor. —Leyó en voz alta y sin remordimientos la tarjeta que Remo había ignorado—. No entiendo nada. No pone remitente. ¿Sabes quién es?
—Es un pedido que hice a una tienda que está empezando. Tarda mucho en prepararlo todo, se me había olvidado... —mintió con descaro.
—Y tanto que está empezando. —Leo cogió la caja y la examinó desde todos los ángulos—. El diseño de marca no lo tiene todavía muy claro, ¿no?
—No, creo que no. —Se mordió los labios para no reírse—. Pero hay que apoyar a los pequeños negocios.
«Cómo habrá conseguido mi dirección, la muy pícara...», se preguntó. Todavía no había bebido el remedio casero de la chica, pero ya había mejorado su humor, solo sabiendo que lo tenía consigo. Dejó las macetas de piedra para ir a la cocina. No le quiso ofrecer a su padre porque eso significaba que quedaba menos para él.
Leo no dejó de revolotear a su alrededor mientras buscaba un lugar donde guardar la cajita de Rose, ponía en el fuego el hervidor, cogía una taza y miel de la despensa... Esperó con paciencia a que le dijera de una vez lo que quería. Le instó a ello cuando se dio la vuelta, de brazos cruzados, y se apoyó en el fregadero.
—Qué quieres. —Estaba sonando cortante de más. Era fácil olvidarse de que su padre le había proporcionado techo, comida y otras facilidades no tan necesarias. Empezaba a entender un poco a su madre. El rostro de Leo se relajó.
—He comprado un coche nuevo. —Lo soltó como si fuera un niño pequeño que había hecho una trastada. No iba a ser él quien lo riñera por gastarse su dinero en lo que le daba la gana.
—Imagino que no será eléctrico. —Quitó del fuego el hervidor, para echar el agua en la taza. Ya quedaba muy poco para relajarse, para dejar de estar tan irritable.
«¿Y si sí que causa adicción?»
—Hijo, qué mierda es esa. Lo que está guapo es que suene el tubo de escape, ¿entiendes?
—Claro, claro. Lo entiendo... Toretto, ¿no? —Se concentró en cómo el agua iba tiñéndose del color de la tranquilidad.
—¡Sí! Laika va a estar en el curro, ¿quieres acompañarme a buscarlo? Tenemos que traerlo en un camión. Se lo quiero regalar para su cumpleaños, voy a dejarlo en un garaje hasta entonces...
«Apasionante».
—Claro. ¿Cuándo? Revisaré en la agenda. —Agarró la taza para escurrir de forma metódica la bolsita.
—Hoy. Cuando acabe el curro, ¿qué te parece? —Se mordió el labio para no reírse.
—Pero... Dios. ¿Cuándo lo compraste?
—Esta mañana cerré el trato, llevaba semanas hablando con el tipo que lo vende. No ha sido nada fácil, pero es que sé que ese coche le encanta a Laika. Va a flipar.
—Es el tercero que tenéis, ¿no es un poco excesivo, papá?
—Bueno, ¿cuántas personas viven en esta casa? Además, el Camaro todavía no lo he echado a rodar. Le quedan detallitos. No sé si quedármelo o venderlo... No sé. Me ha costado mucho restaurarlo. Tendré que consultarlo con la almohada. —No dejaba de hablar y Remo se había quedado en la pregunta.
Cuántas personas viven en esta casa.
«¿Acaba de sugerir que me da el Ford?». Se sonrojó. No quería esa abominación mecánica. Que era útil en ciertas ocasiones, lo admitía. Pero no necesitaba esa cosa que chupaba gasolina como si no hubiera mañana y no tenía reposacabezas. Se habría conformado con un utilitario normalito.
—Bueno, estate listo para cuando termine, volveremos tarde. A Laika le vamos a decir que fuimos a una cita gratuita de prueba para un psicólogo, ¿vale?
—Está bien. —Cogió aire y bebió la infusión de Rose. Le esperaba una excursión padre-hijo que no le apetecía nada. Quizás debería hacerse más infusión en un termo para tenerla por el camino

Reseco de veneno, sediento de sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora