Sabía que siempre podría contar con el apaño de sus padres aunque estuviesen muertos. Jamás lo dejarían desamparado, aquella carta lo demostraba. ¡Una herencia! ¿Es que poseían más bienes? ¡No daba crédito a tan maravillosa suerte!
No. No era suerte, había hecho todo por ellos.
¡Sus padres habían comprado una casa en las afueras de Londres! Volvió a mirar las fotografías que le enviara el abogado. ¡Parecía un castillo! ¡Uno como aquellos del medioevo, enclavado en medio de un parque como en una postal! El letrado preguntó si lo aceptaría y él —que no era un tipo confiado—, investigó en las redes y en los papeles que sus progenitores habían guardado en escondrijos cuya existencia ignoró hasta sus muertes, y respondió que sí, que por supuesto. Aquello era la materialización de todos sus anhelos. Vivir en una mansión en los suburbios de Londres estaba muy por encima de lo que había, siquiera, imaginado. Consultó si sus hermanos figuraban como copropietarios. El abogado respondió que no, y precisó:
—La mansión y todo lo que hay dentro es exclusivamente suyo. Con una condición —advirtió—: está obligado a conservar al personal de servicio compuesto de dos personas.
Soltó una carcajada. ¿También tendría sirvientes? ¡Claro que los conservaría! Agradeció a Dios —si es que existía en alguna parte—, su suerte.
«He sido bueno, se dijo. Los he acompañado siempre y los he ayudado más que ninguno de mis hermanos. Fui yo quien permaneció en la casa mientras ellos trabajaban, se casaban, tenían hijos y triunfaban en sus carreras. Fui yo quien debió cambiar el auto para llevar al hospital a los viejos cuando se enfermaron. Fui yo quien ordenó las cosas cuando se pusieron feas».
Así, convencido de su valía y tras firmar los papeles correspondientes, vendió sus magras posesiones en Buenos Aires y partió en una mañana sin sol rumbo a Londres. No llamó a nadie para despedirse. No lo creyó necesario.
A su arribo, lo aguardaba un mayordomo algo diferente a la idea que, de ellos, tenía; no vestía smoking ni llevaba pajarita o sombrero alto. Era un tipo común con traje oscuro.
—Soy John —se presentó el inglés con voz grave—. Suba, por favor.
—¿Cómo me reconoció? —preguntó, ya acomodado en el moderno automóvil. Tenía soltura con el idioma porque en su casa debían aprender, desde niños, al menos dos lenguas foráneas. Dominaba también el francés.
—Por las imágenes que me enseñó el abogado —respondió el hombre.
«El abogado, claro». El espejo retrovisor le devolvió la mirada intensa, dura, de John; una ráfaga fría le atravesó la espina. «Estoy cansado por el viaje», se excusó. ¡Él no tenía miedo a nada!
La maravillosa sensación de poder que se adueñó de sí mismo cuando cruzaron el portón de rejas, lo hizo sonreír. En el centro del parque se alzaba una imponente propiedad cuadrada con incontables ventanas, puertas dobles terminadas en arco y aldabas de bronce.
Una mujer de aspecto frágil, llamada Jane, los aguardaba en el recibidor. Era el ama de llaves, quien saludó con una ligera inclinación y se retiró para regresar con una jarra de té —que olía de maravillas—, masas y sándwiches de diferentes tipos.
«¡Esto es la gloria!», pensó, y comió hasta hartarse mientras recorría la propiedad decorada con gusto exquisito. El mayordomo iba detrás portando la bandeja, respondiendo a cada una de sus preguntas, contándole la historia de cada objeto en el que mostraba interés.
Pero había algo extraño en todo aquello. La mayoría de las esculturas, algunos muebles y cuadros le resultaban familiares, como si los hubiera visto antes, aunque jamás había estado en aquella casa. Ni siquiera en Londres.
Al acercarse a uno de los últimos pasadizos, cuyas paredes estaban cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo rojo, el mayordomo le ordenó detenerse:
—¡No debe entrar ahí!
—¡Es mi casa! —protestó—. ¡Quiero recorrerla!
—¿Ha leído los documentos que firmó ante el doctor Morano? —Les había echado un vistazo ligero—. En ellos se deja constancia que usted es dueño de la propiedad y se especifica, de forma especial, que es peligroso adentrarse en el pasillo rojo.
No recordaba semejante cosa, pero claro, no se había esmerado en leer demasiado.
—¡Es absurdo! —gritó. El mayordomo giró sobre sus talones y él lo siguió—. ¿Y si quiero venderla?
—No puede.
—¿¡Qué?!
—No puede venderla. Al aceptarla, acordó quedarse con ella. Y con nosotros. Para siempre.
«Para siempre». Nadie había mencionado eso.
—¿Y qué tiene de raro ese pasillo? —¿Cómo le iban a prohibir que fuese a tal o cual parte, dentro de su propia casa? ¿Quién se creía ese tipo para decirle lo que podía, o no, hacer?
Si se hubiera adelantado un poco, si hubiera observado mejor, habría notado la mueca de satisfacción dibujada en el rostro del mayordomo, que no había detenido su marcha.
Un sesgo de ira brilló en sus ojos. Nadie, mucho menos un sirviente, le impediría investigar lo que escondían aquellas cortinas. Dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.
—¡Cuidado con lo que desea, señor! —advirtió John con voz cavernosa—. Ese pasillo lo llevará a mundos que desconoce. En él hay un cofre oculto que nadie ha abierto jamás, si se atreve a intentar encontrarlo, y lo logra, será poseedor de grandes riquezas, pero también le develará algo que quizá no le guste. Es peligroso, señor, hay algo oscuro entre esas paredes. En los documentos hay una cláusula que lo advierte.
¿Estaría el sirviente en su sano juicio? ¿Un cofre oculto?
Decidido, descorrió las cortinas de un lado y del otro. Allí no había nada. Abrió la boca para increpar a John, pero ya se había ido. Volvió a mirar. Nada. Enojado y mascullando por lo bajo, se retiró a descansar.
Fue imposible evitar que las palabras del sirviente retumbaran en su cerebro mientras intentaba dormir. ¿De verdad habría un tesoro escondido bajo aquellas cortinas?
La curiosidad y el deseo irrefrenable de encontrar lo que sus amados padres le habían dejado, eran demasiado fuertes. ¡Tal vez en el cofre hubiera una colección de piedras preciosas, o joyas! El viejo tenía contactos por todo el mundo, podía conseguir lo que quisiese.
Marcaba el reloj las tres de la mañana cuando salió de la cama. La luz eléctrica no funcionaba. Supuso que sería algo habitual, ya que alguien —John o Jane—, había dejado una vela de color rojo y una caja de cerillos en su mesa de noche. La encendió y bajó con cuidado la escalera, los peldaños rechinaron ante su peso; no había notado, antes, que hicieran tanto ruido.
Solía no notar ciertas cosas.
Con la escasa iluminación, la mansión se veía distorsionada, parecía más antigua y arruinada. Escabrosa.
Él no le tenía miedo a nada.
Respiró hondo y avanzó. Atravesó la cocina y llegó a la sala. Por debajo de las cortinas del pasillo se vislumbraba una luz entre rojiza y violeta.
Tal vez el cansancio por el viaje, o las emociones de los últimos días, le jugaron una mala pasada. Escuchó —o imaginó— un siseo estremecedor proveniente del interior de las paredes y, al mirar hacia el piso, tuvo la horrible sensación de que los arabescos de los mosaicos se entremezclaban como serpientes. Quizá hubiera sido mejor que regresara a su cuarto, pero la ilusión por el tesoro escondido lo obligó a continuar.
Las cortinas se agitaron con delicadeza ante su presencia, como si fueran de gasa. Levantó uno de los paños y este lo abrazó con suavidad, encerrándolo como una crisálida. Lo estrechó en un espiral cada vez más asfixiante del que le era imposible escapar.
A punto del desmayo, una fuerza lo lanzó a un túnel oscuro e ingrávido, ¿líquido? No había de dónde agarrarse, no había dónde hacer pie. Increíblemente, la vela se mantuvo encendida en su mano. Hasta que una ráfaga la apagó y un golpe seco le indicó que había caído sobre algo duro. Cerró los ojos, vencido.
Al abrirlos, se alzó ante él una imagen que lo llenó de terror.
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Zángano
Paranormal✔Misterio Paranormal. ✔Completa. A veces, la ambición es tan poderosa que nos lleva a explorar caminos que no deberíamos. Y a saldar cuentas que no recordamos pero que yacen allí, en el fondo de aquello que, algunos, se atreven a llamar «alma». **E...