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Tendido en el césped, con las manos bajo la cabeza, miró el cielo. Las nubes grises se arremolinaban sobre el castillo como un manto de malos presagios.

«Tengo tu alma —había dicho la cosa, devenida en vampiro—, por tanto, somos parte de ti. —Incluía a John y a Jane—. Somos esos pedacitos de ti de los que reniegas: la suciedad, lo perverso, la codicia, la estafa, el asesino... Somos tú».

Intentaba entender, decidir. No era fácil. Una vida eterna parecía lo más adecuado para sus ambiciones: podría tener las mujeres que quisiera, vengarse de sus enemigos, hacer y deshacer a su antojo sin responder jamás ante nadie... En verdad era muy atrayente. 

Le intrigaba ese muchacho tan bello. ¿Podía ser el mismo que lo había acompañado en los diferentes universos? Lo había conocido como un trapo con ojos y boca que flotaba en el aire, más parecido a la humanización de la muerte que a un vampiro. Solo le faltaba la hoz. Sonrió ante la ocurrencia e intentó ordenar lo ocurrido hasta allí.

Un abogado se le había aparecido de la nada con un testamento dejado, supuestamente, por su padre, en el cual excluía a sus dos hermanos menores. Heredaba así, una casa en Londres con dos sirvientes que terminaron siendo tan «cosa» como la cosa, ratas voladoras, vampiros, espectros o lo que fuera. El pasillo rojo, tan señorial y lujoso, resultó ser un portal hacia diferentes mundos, ¡de lo más ridículo e increíble! ¡Pero sucedió, él anduvo por ellos!

Había visitado, en primera instancia, aquel ruinoso lugar donde encontró a esos niños insoportables que le recordaron... Un momento. ¡Eran sus hermanos! ¡Y la «cosa» realmente tenía sus botas!

«Claire y Dark», reflexionó. Clara y Oscuro. ¡Así los llamaba de niños! Tonta e Idiota. Vacía y pelota. Y otros tantos motes graciosos... Sí, era cierto, él había obligado a Nachito a jugar con una rata muerta y había ahogado al gato de Martina. ¡Eran solo juegos! ¡No podían enojarse por eso! 

«Niños...»

Después había llegado a ese estúpido parque de diversiones y al circo, ¡los detestaba! Igual que a los payasos y a los trapecistas. Allí encontró a Elvira hecha jirones... «¡Elvira...!», suspiró. La había matado con sus propias manos... ¿Qué era todo aquello? ¿Cuentas que saldar? ¡Si escogía la inmortalidad nadie le haría pagar absolutamente nada! ¡No tenía por qué! ¡Ella se lo había buscado! ¡La muy zorra había matado a Rossana!

¡Rossana! ¡El ámbar estaba en el cofre! Podría devolverla a la vida, pero... ¿para qué? Ya no tenía interés en regresar con ella.

Luego saltó a ese ridículo mundo de fantasía donde conoció a Astrid, ¡maldita bruja! ¿Se parecía a su madre? No, su madre había sido una mujer buena, un poco loca tal vez, pero todo lo que hacía, lo hacía por su bien. Una vez había estado a punto de envenenarlo por esa obsesión que tenía de hacerlo adelgazar. ¡Él solo tenía ocho años!

Y después, aquel mundo lleno de terror, donde se vio de nuevo junto a su madre que, moribunda, le pedía ayuda. No podía ayudarla. ¿No la quería?

—¡Claro que la quería! —gritó con furia—. ¡Era mi madre! ¡Loca o no! ¡Desquiciada y enferma! ¡Era mi madre!

Se abrazó a sus piernas y sintió lástima por sí mismo. «¡Malditos todos!»

¡Y el ridículo vampiro que se reía de él junto a los inservibles de John y Jane!

—¿Qué clase de broma es esta? —protestó hundiendo aún más la cabeza entre las rodillas.

—¿Es posible que no lo veas? —susurró alguien a su lado. 

—¿Otra vez tú? ¿Te formateaste de nuevo? —La cosa rio dentro de sus viejos harapos—. Dices que mi padre hizo un pacto contigo... ¿De verdad eres el mismo de hace un rato? ¿El vampiro?

ZánganoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora