Despertó con dificultad en un sitio desconocido, iluminado apenas con una vela casi extinguida.
«La bruja —pensó—, creí que yo le gustaba». Pero era evidente que no; lo había enviado quién sabe cómo, a quién sabe dónde. No recordaba haber visto, en esta oportunidad, ningún pasillo con cortinados rojos ni haber atravesado aquella horrible sensación de vacío que se apoderaba de él cada vez que viajaba entre mundos.
Se puso de pie apoyándose en la pared que tenía a la izquierda, al tacto la sintió sucia, terrosa. La disposición del mobiliario se le hizo familiar, la cama, la mesa de noche, el espejo.... Un momento. Era su casa. ¡Su casa de Londres! ¡Había regresado por fin!
Buscó el contacto para encender la luz, pero no funcionó, lo cual no le extrañó. Antes también se había cortado. No era problema, pediría a los sirvientes que llamaran a la compañía de electricidad y lo solucionaran.
Intentó correr la cortina del ventanal para que entrara la luz del sol, pero al tocarla, la tela se deshizo entre sus dedos como papel quemado.
«¿Qué pasó aquí? —se preguntó—, ¿hubo un incendio?»
Afuera era noche. Una dantesca luna se entreveía distorsionada a través de los vidrios mugrientos, de los que faltaban algunos trozos y, del resto, señalaban en todas direcciones con sus puntas afiladas.
Decidió entonces llegarse hasta la planta baja y averiguar qué ocurría. Abrió la puerta y un viento, como de noche veraniega, lo azotó con furia, olía a excremento y a podredumbre.
La oscuridad se abrió. Caminó con imprecisión, no lograba recordar si la escalera quedaba al frente o a la derecha. Solo había estado una vez en aquella casa.
—John! —llamó, con la horrible sensación de que su voz sonaba distante, como si atravesara el vacío—. ¡Jane!
Nadie respondió. Las tablas del suelo crujieron en algún sitio y se escuchó un sonido lento, subrepticio, como de arrastre.
—¡Hola!
Nada.
Caminando a tientas en medio de la oscuridad, dio dos pasos y se estampó contra una pared.
—¡Ouch! —se quejó. Dobló a la derecha. Otra pared. Desvió entonces hacia la izquierda. De nuevo. Estaba totalmente desorientado. Caminó hacia donde creyó que encontraría su cuarto y volvió a tropezar con otro muro.
Una risa ambigua, entre infantil y demoníaca resonó en todo el sitio sobresaltándolo. Puso las manos hacia adelante, a modo de defensa, y comenzó a tantear, concluyendo con horror que estaba encerrado en una habitación de la que no hallaba salida alguna. Mucho menos una escalera.
Pisadas. Pequeñas, suaves, espaciadas, como quien se aproxima a hurtadillas a un sitio prohibido, se le acercaron.
—¿¡Quién está ahí!?
Varias voces se entremezclaron entre chillidos de angustia y susurros. Voces que se quejaban, que agredían y rogaban entre gemidos. Las velas terminó por apagarse, sumiéndolo en la penumbra mortecina de la luna.
«¿Sientes tu corazón?». La pregunta sonó en su oreja como un zumbido de olor hediondo. Vaya si lo sentía. Bum, bum, bum, el corazón no latía, galopaba. Y el sonido se ampliaba desde el pecho como si fuera un altoparlante. ¡BUM BUM BUM! Bombeaba la sangre a martillazos. Por primera vez se sintió aterrado. No quería morir. El corazón latía y latía en una carrera ingobernable. Recordó a su padre, muerto de un infarto frente a sus ojos. Y a su madre, extendiendo la mano pidiéndole ayuda en la última exhalación. La había mirado con ojos secos. ¡Qué noche aquella! Todos llorando a su alrededor y él, abúlico, con un vaso de whisky en la mano. ¡Qué año desgraciado le hicieron pasar! ¡Morir casi juntos! Sus hermanos taladrándole la cabeza y él, ahogándose en whisky, acostándose con cuanta mujer se le puso a tiro.
Por primera vez en toda su vida, consideró que quizá, alguna vez, se había comportado de forma estúpida. Lo había tenido todo. Todo y más de lo que muchos podían pedir. Pero se había entregado a la oscuridad. A su íntima y conocida oscuridad. Había amenazado y vituperado a quienes lo rodeaban, a sus vecinos, familiares. A todos cuantos pudieron haberle brindado un cariño sincero, los ahuyentó. Se escabullían cuando él aparecía, no querían verlo, le temían. Y él se burlaba. Había dañado a su mujer, a sus amantes, a sus padres, hermanos. Todo, absolutamente todo lo que tuviera que ver con el corazón —el mismo que ahora parecía querer, también, abandonarlo a su suerte—, lo había arruinado. Había encontrado, o había creado, el camino hacia su propia noche. Le encantaba el sonido de su voz y era la única que escuchaba. Y es que no había «otros» en su ignorancia. Solo él.
«Solo él importa», repitió el zumbido, que acompañó esta vez a una ráfaga helada. Algo lo jaló por los tobillos y lo colgó en el aire, con la cabeza hacia abajo.
—¡Suéltame! —gritó con la garganta atascada, como si algo la apretara—. ¡Suelgh-ta-me, Malgh-di-ta cosgha! —Se asustó al escucharse repitiendo la misma frase que había dicho Elvira cuando cerraba los dedos en su lozano y delgado cuello.
¿Estaba pagándolo? Por enésima vez se preguntó si estaba pagando aquello. Porque todo lo hizo sin maldad, por jugar. ¡Dios tenía que saberlo! «¡Si tuviera mi arma dispararía al cielo! ¿Para qué? ¡Pues para ver dónde cae la bala! ¡En una de esas hay suerte! ¿O quieren que me rinda y sea como el resto de la gente? ¡Estúpidos, ignorantes, buenos para nada!».
Las bisagras de una puerta cimbraron y un sonido de cadenas y candados le erizó la piel.
—¡¿Quiéngh esghtá ahí?! ¡Contesghte!
Pero nadie habló. Solo un murmullo sordo, con olor a estiércol y a azufre, lo rodeó. Entonces, dos grilletes se le cerraron en los tobillos y allí quedó. Inmerso en su oscuridad.
Cientos de uñas rasgaron su piel, con suavidad al principio, después se clavaron dejando un rastro de ardor cada vez más punzante. Gritó cuanto pudo, no se detuvieron. No veía a nadie a su alrededor. Solo la luna que sonreía ante su desgracia a través de los vidrios rotos.
Algo se movió bajo su piel, y otro «algo», más allá. «¡Gusanos! ¡Asquerosos y malditos gusanos han entrado en mi cuerpo!». Risas furtivas le revolvieron el pelo, arrancándolo en dolorosos tirones.
Y luego se quedó solo. Sangrando, con los bichos metidos en los ojos y en la nariz, sin poder casi respirar.
«¡Voy a morir! ¡Voy a morir en esta miserable pocilga y no logré encontrar el maldito cofre que dejó mi padre!».
—¡Y no aprendió! —oyó una voz a su lado.
—¡John!
—No iba a aprender jamás —aseguró otra voz, femenina—. Ni por error.
—¡Jane! ¡Záqughenme de aqughí!
—En el fondo siento pena —comentó John con su voz monocorde y grave—. Era un pobre infeliz.
—Mire cómo quedó... ¡Qué aterrador final debió ser!
—¡Eztghoy aqughí!
El mayordomo y la mucama se alejaron con rostros contritos dejándolo allí, llorando a moco tendido, rodeado de humo y azufre. Y de consciencias sucias. Como la suya.

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Zángano
Paranormale✔Misterio Paranormal. ✔Completa. A veces, la ambición es tan poderosa que nos lleva a explorar caminos que no deberíamos. Y a saldar cuentas que no recordamos pero que yacen allí, en el fondo de aquello que, algunos, se atreven a llamar «alma». **E...