3

60 14 47
                                    

Era increíble que de aquella destartalada habitación se desprendiera un pasillo idéntico al que había en la casa de Londres. Las mismas cortinas rojas, la misma iluminación tenue. ¡Y la vela! Hasta la vela roja estaba allí, esperándolo. La cosa le sonrió desde el agujero que se entendía por boca y, con un ademán, lo invitó a adentrarse en el pasadizo. «Volverás a verme», le prometió. «En tus sueños», repuso él. Y la cosa se desvaneció entre carcajadas.

Las cortinas volvieron a encerrarlo, le sobrevino aquella sensación de hacer pie en ninguna parte, de estar en medio de un ominoso vacío atemporal.

Cuando, finalmente, la aterradora espiral lo expulsó, fue a parar a un sitio similar al anterior. Pero no era el mismo, a unos metros de distancia había una especie de parque de diversiones y una carpa de circo con sus estandartes y sus banderines. El resto del lugar se veía escarpado y lúgubre. De la tierra asomaban piedras irregulares de diferentes tamaños, inclinadas hacia un lado o hacia otro, rotas algunas, otras quebradas. Se levantó con cuidado para no pisar nada extraño y caminó entre ellas. Eran lápidas. Fue sorteándolas y leyendo las inscripciones, asombrado de las fechas talladas, algunas eran de años que aún no llegaban, como el dos mil veintisiete o el dos mil treinta y cinco. Incluso, encontró una de tres mil once. Intrigado, llevó la vista al parque, ¿sería, aquel cementerio, parte de un entretenimiento de feria? 

Notó que cada piedra había sido recientemente movida, todas en el mismo sentido, habían dejado una marca semicircular en el barro donde se implantaban. Dedujo que el ligero olor fétido que lo acompañaba provenía de ellas. Entonces decidió alejarse.

«Elvira Méndez, 1973-2011» leyó al pasar, en una de las losas. Tuvo que sentarse, la impresión fue demasiada. ¡Elvira! ¿Qué diablos hacía su exnovia en aquel lugar? Estaba seguro de que sus restos se conservaban en el cementerio de Flores, en Buenos Aires. 

Miró hacia todas partes, no había nadie más. Las luces del circo y el parque danzaban al compás de una tortuosa melodía.

«¿Estará Rossana?», se preguntó. Ella también había terminado en Flores después de que Elvira, en un ridículo ataque de celos, le enterrara un cuchillo en la garganta. Podía decirse que Rossana era la única mujer a la que había amado. Desde su muerte, le había rogado a cuanto santo se le viniera en mente, que la trajera de regreso. Incluso, le había prometido al mismo infierno hacer lo que fuera si la volvía a la vida. Por ella había matado a Elvira. ¿Sería eso lo que estaba pagando en este absurdo viaje? ¿El haber asesinado a Elvira? ¿O el haber salido impune de semejante acto? ¡No! ¡No fue su culpa! ¡Ella mató a la mujer que amaba! Después, claro, papá se ocupó de que no terminara en la cárcel, nada del otro mundo. ¡Fue Elvira quien no aceptó compartirlo!

Tras deambular entre las lápidas durante un rato, decidió tomar el camino hacia el parque, tal vez allí no había tanto olor a podrido.  Estaba cansado y arrastraba los pies. Fue entonces que vio su propio nombre junto a una fecha que lo dejó pasmado: «1971-2022». Sus piernas cedieron por completo y terminó desparramado en el piso como un muñeco de trapo, llorando sin saber por qué. Tal vez el recuerdo de Rossana. Tal vez la culpa por haber matado a Elvira... No. Eso no era. Cansancio. Sí. Eso. Estaba cansado y, por primera vez en su vida, se sentía derrotado. ¿Moriría aquel mismo año? ¿Por qué? ¿Ni siquiera podría disfrutar de su nueva casa de Londres? ¡Nunca! ¡No lo permitiría! ¡Aquello era una prueba más para obtener el cofre que le había dejado su padre! La pasaría y se marcharía de aquel... Lo que fuera.

Tenaz como pocos, se levantó con gran esfuerzo —su cuerpo parecía pesar muchos kilos más—, y se largó de aquel terrible lugar. El olor era asqueroso y no disminuía por más que se alejara.

Una mujer de largo vestido rojo lo esperaba en la colorida entrada del parque. Sonreía adelantando una pierna para que el vestido se abriese y enseñara su amoratada piel, hecha jirones en algunos lugares.

—¿Elvira?

—¡Hola, cariño! ¿Cómo has estado?

Los labios oscuros de la mujer se arquearon hacia los lados. De su cuello violáceo colgaba una cadena con una gota de ámbar. La misma que le había regalado él en el único aniversario que celebraron.

—Sí —dijo ella, adivinándolo—. Todavía conservo tu estúpido regalito.

Él intentó sonreír, pero no pudo mover los músculos. Estaba rígido. Tampoco podía dar un paso más.

Ella se echó a reír con la misma risa que recordaba. Risa de harpía. 

—¡Es el rigor mortis, cariño —exclamó—, en un rato se va!

¿Estaba muerto? ¿Ya?

—Te voy a contar algo, mi vida —continuó ella—, tanto rogaste a los demonios que le devolvieran la vida a la atorranta esa —a la que me di el gusto de ensartar como una brocheta—, que te lo concedieron... ¿Qué me cuentas? No, no te preocupes por la rigidez, ya se te irá. Todo es parte de ese deseo tuyo de poder y riquezas que has tenido siempre, ¿recuerdas? Claro que sí. ¡Todo lo que pidas, te será concedido! But —Elvira giró como un trompo dejando que su falda volara. Lo hizo con tanto ímpetu que se le desprendió un brazo, lo que le causó muchísima gracia—. ¡Me estoy desarmando! —gritó divertida—. Eso nos pasa a los que llevamos un tiempo muertos, ¡a ti todavía te falta! Como decía —siguió mientras intentaba balancear su cuerpo—, primero hay que saldar las deudas, you see? Siempre, my dear, en todos los mundos, en todos los universos del mundo mundial, ¡hay que saldar las putas deudas! Y eso, mi rey, es exactamente lo que estás haciendo, ¡right now! ¿Querías vivir en Londres? Pues para que te suene más real, ¡yo te speak in english! ¡Ay, perdón! Me fui por las ramas. Supongo que mueres... —la analogía le causó mucha gracia y volvió a reír con ganas—, «mueres», ¿entiendes? Sí, claro. ¡Mueres por saber cómo devolverle la vida al cuerno! Porque ella fue un cuerno, ¿no es así? ¡Y me lo pusiste bien de corona!  Pero fíjate lo que son las cosas, la clave para retornarla a la vida la tengo yo, que soy quien se deshizo de ella. —Volvió a reír desmesuradamente—. Y es esto. —Levantó la gota de ámbar con los pocos dedos que le quedaban en la única mano.

Él abrió los ojos de par en par, lo que le hizo caer en cuenta de que empezaba a moverse otra vez. Ella también lo notó, así que comenzó a alejarse como quien no quiere la cosa.

—Voy a esconder esta porquería, que intentaste hacer pasar por «joya», para que nunca, ¿me oyes? ¡Nunca puedas revivir a esa atorranta y se mantenga dos metros bajo tierra, que es donde debe estar! ¡Muerta, bien muerta! ¡Yo misma me encargué de que no pueda salir jamás de su agujero! ¡Y encontraré tu castigo también, porque por tu culpa estoy donde estoy! ¡Bastardo, inútil, adúltero, infame, bueno para nada!

Cuando sus músculos terminaron de aflojarse, inició la marcha tras ella, aunque mucho más lento. ¿Qué era toda esta locura? Él era un hombre serio, no podía hacer caso a semejantes sandeces. ¿Volver a la vida? Aunque debía reconocer que la mujer que se alejaba vociferando a los cuatro vientos, era realmente Elvira. ¿Sería cierto lo de la joya? «No, nadie puede revivir a los muertos». ¿Estaba muerto? 

La rueda de la fortuna giraba y allí iba Elvira con los pelos al viento —los pocos que le quedaban—, chillando como una marrana. Caminó como pudo hasta la base del juego, donde un gran espejo le devolvió una imagen que lo horrorizó. Era patética. Terrorífica y patética. ¡Parecía un muerto! «¡Virgen santísima!» ¡El olor a podrido provenía de él! ¡Su piel tenía un espantoso color marmóreo!

—¡¿En qué año estamos?! —gritó cuando el carro de Elvira pasó junto a él.

—¡No tengo idea! Esto no es el pasado ni el futuro...  ¿Recuerdas cuando decíamos que algo era, o no era, cosa del otro mundo? ¡Pues este es el otro mundo! ¡Estamos muertos! —Volvió a reír como una hiena en celo.

Además de muerta, estaba loca. Debía atrapar esa piedra. Debía traer de regreso a Rossana; todo sería más fácil con ella. Al fin logró subir a la rueda y esta comenzó a girar a una velocidad increíble. Cuando al fin se detuvo, vomitó. El carro se metió en un túnel oscuro y tenebroso. ¿Cuándo acabará este viaje infernal?, se preguntó. Tenía que encontrar el ámbar, el cofre y descubrir quién era la cosa. Él y Rossana tenían que volver a vivir. ¡Merecían ser felices! El carro se detuvo justo en la boca del túnel, allí lo esperaba algo que lo dejó lívido.

ZánganoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora