Sentencia de muerte I

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Me encuentro sentado en una de esas sillas de hospital. Oigo los gritos de una mujer, procedentes de la sala de la doctora. Las paredes son casi de papel, parece que estoy con ella, presenciando lo que quiera que le estén haciendo.

De lejos, los susurros de las enfermeras se entremezclan entre los pasos de otras personas, de los papeles, movidos por el viento y del sonido del flexo que parpadea a cada rato.

Tengo miedo por lo que me dirá la doctora, por si mi vida a partir de ahora será diferente, si tendré que cambiar algo, si tendré que contárselo a alguien.
Me siento culpable. Culpable por haber sido tan imbécil de no haber tomado todas las precauciones. Por no haberme dicho "espera un momento" antes de que ya fuera demasiado tarde.

Los gritos cesan. La puerta de aquella diminuta habitación se abre y la mujer sale, dolorida, y cierra la puerta tras ella.
Al momento, sale la doctora, Ana María González Benito, y dice mi nombre en voz alta, mirándome fijamente. Ya me conoce.

Cojo mis cosas y entro al salón. La enfermera no me quita la vista de encima, también me tiene muy visto. Cierro la puerta al entrar.

Desearía poder ver una gran sonrisa entre sus rasgos, ver sus ojos entrecerrarse anunciando una buena noticia. Pero no es así.

Cada día, desde que entré por primera vez en aquel infierno vestido de blanco, no he visto una sonrisa, una mueca de felicidad, un ápice de esperanza.

- No ha ido bien, ¿Cierto? - pregunto tembloroso.

Su cara lo dice todo, mi enfermedad había llegado finalmente a su punto álgido y ahora era más fuerte que nunca. Seguramente me darían unos pocos años de vida y después me dejarían conectado a una máquina, sin poder moverme, sin poder volver a comer nada, sin poder respirar. Sin sentir.

- Tienes dos semanas.

El árbol de las ardillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora