Capítulo IV: El asombroso parecido (parte dos)

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—¿Estás bien, mi reina? —doña Juana le había preguntado a su ahijada, la cual se encontraba un tanto distante desde hace un largo rato.

Teresa parpadeó con suavidad, pasmada delante de la nueva computadora que Pablo —su ex, que ahora era novio de Aída Cáceres— le había dado a cambio de su silencio. Un aparato que apenas le había costado conseguir a través de los chantajes. Pero eso no tenía nada que ver con el hecho de que ahora Teresa tenía una indescifrable expresión de asombro.

«Son idénticos.»

«Los dos son idénticos.»

—Teresa —le llamó doña Juana, lo que hizo que la joven volviera de su trance.

—¿Madrina?

—Pero, por Dios, hija, ¿qué te ocurre? Hace rato que estás así. Ya me estaba asustando.

—Madrina, —Teresa cerró la computadora de golpe y se levantó —, debo irme ahora.

A doña Juana no le agradó aquella reacción. Por eso, demostró su preocupación deteniendo a su ahijada.

—¿Cómo así que te vas? Si apenas si llegaste.

—Es por trabajo, madrina.

—Pero es domingo, Teresa. E ibas a cenar con nosotros esta noche.

«Maldición.»

—Volveré para cenar. Lo juro. —Y se fué sin dar ninguna explicación.

Teresa bajó con delicadeza y agilidad las descascaradas escaleras de la vecindad. Los andrajosos niños que jugaban a lanzarse una pelota se detuvieron en cuanto la vieron, al igual que los dos que se encontraban correteando de un lado a otro. Sin embargo, la imponente joven no se sintió orgullosa de causar ese efecto puesto que se encontraba muy ocupada

«Son idénticos.»

«Por dios, son idénticos.»

Su mente comenzó a imaginar teorías que le resultaron loquísimas: que eran gemelos separados al nacer, que tal vez son parientes lejanos que por pura casualidad del destino resultaron parecerse mucho, o que tal ver eran dopplegangers...

—¡Teresa! —soltó una voz masculina que hizo a la joven salir de su ensoñación.

«No. No. No.»

Ella no se detuvo ni volteó. No se atrevía a hacerlo porque estaba en control total sobre sí misma; sabía bien que si se asomaba a ver sobre su hombro, se encontraría al joven que tanto amaba y solo querría dejarse caer en sus brazos. Pero era demasiado tarde para eso.

Y debía llegar a la casa del licenciado pronto.

—Teresa. —Sintió una palma áspera cerrarse alrededor de su antebrazo, y también sintió temor ante la posibilidad de echar por la borda todo su progreso —. Teresa, ¿por qué no te detienes? Te estoy hablando.

—Déjame en paz, Mariano.

Ella trató de librarse de su agarre, pero fue en vano. Él la sujetaba con tanta firmeza que le hizo devolverse hacia él.

—Suéltame ya. Tengo cosas que hacer.

—¿Qué tienes que hacer un domingo en pleno mediodía? —Mariano consultó con cierta ironía.

—Cosas importantes que no te conciernen —siseó —. Los días de descanso son para aquellos que tienen la vida resuelta, que no tienen que preocuparse por pagar la renta o la factura de la luz. No para nosotros.

—Todos tenemos derecho a tomarnos aunque sea un día para descansar. No solo los ricos —repuso.

—Esa será tu forma de pensar. Pero la mía está lejos de ser similar. Ahora, suéltame o te juro que...

—¿Qué? ¿Qué vas a hacer? —Mariano se acercó a ella, atrayendo su cuerpo al suyo —. ¿Vas a lastimarme otra vez? ¿a destrozarme el corazón y decirme que no soy suficiente para ti?

Las lágrimas amenazaron con salir de sus ojos en cuanto vió la expresión afligida de Mariano. Un dolor profundo se le instaló en el pecho y, por un breve momento, quiso negar todo lo que él acababa de decirle. Quiso decirle que nada de eso era cierto, que lo amaba como a nadie y que pase lo que pase él siempre iba a ser a quien ella deseaba a su lado.

«Debes dominar tus sentimientos.»

«Domina tus sentimientos o perderás todo.»

—No estoy dispuesta a oír tus lloriqueos —Teresa sentenció, mostrándose segura al apartarse con brusquedad. Hizo lo posible por dibujarse una fría mirada para dirigírsela a él y se apartó con unos cuantos pasos —. Lo nuestro acabó, acéptalo. Yo lo he hecho; hazlo tú también.

—No puedo.

—Lo que no puedas o no quieras hacer no podría importarme menos. De todas formas, yo no soy la que se pasará la vida sufriendo por alguien que no vale la pena.

Teresa huyó tan rápido como pudo, así que no pudo terminar de divisar qué habían provocado sus palabras. Una lágrima rodó por su mejilla y ella se la apartó con delicadeza para no arruinar su maquillaje.

«Mariano, ¿qué te costaba ser aquello que yo merecía?»

Tu ambición; mi perdición (Rubí & Teresa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora