Le han roto el corazón a mi Angelic. Mi hija acaba de cumplir dieciocho y tras un noviazgo de un año, ha descubierto que Rob le fue infiel con su compañera universitaria.Ha pasado por todas las etapas. Negación, ira, dolor, lástima. He puesto la oreja en la puerta de su recámara para confirmar que lloraba, sané las heridas que se causó cuando al enterarse vía fotos rodando por internet, lanzó los portarretratos y contra el espejo de su dormitorio.
Una semana ha transcurrido y es primera vez en estos días que cena con nosotros.
Pese a que me alegra enormemente que se le vea mejor cara, percibo una actitud hostil aún desprendiéndose de ella. Tan solo ayer aún lloraba hasta dormir, esta mañana cuando le ofrecí acercarnos a un profesional para que le ayude a superar la etapa, me abrazó y tras darme una mirada inexpresiva de sus ojos café, se encerró en su habitación y la música pronto puso a temblar los cuadres en las paredes.
No soy la única extraña por el repentino cambio, Adrian se lleva la comida a la boca arrojándome miradas especulativas. Me encojo de hombros con disimulo y sigo engullendo la pasta.
Angel, mi hijo de dieciséis, llena el silencio preguntando cuando tendrá su auto de regreso. Adrian y yo decidimos quitarle las llaves luego de que manejara en estado de ebriedad. Insiste en que aprendió la lección, pero en dos días no creo que eso pase.
Son buenos chicos, no dan mucho problema, lo que se espera en una edad donde se aprenden y conocen las bondades e injusticias en el mundo. Adrian es un padre amoroso pero estricto, las contadas veces que nos enzarzamos en discusiones es debido a que me gusta consentirlos y a él, si no le demuestran un desempeño académico casi perfecto, no les dará más que la mesada.
Supongo que son perspectivas distintas, no crecimos bajo la misma educación, yo tuve todo lo que mamá pudo darme, Adrian tuvo todo y más, en compensación de una familia disfuncional.
De una manera u otra, siempre conseguimos converger.
Acabo mi plato y bebo un sorbo de jugo de arándanos, contemplando a detalle a mi hija. Ella puede decir que todo va bien, pero esta tarde acudió a mi trabajo queriendo teñirse el cabello de negro. En mis años de experiencia, quien pide tinte negro, pide ayuda.
—¿Estás bien? ¿Te gustó la comida?
Ella me mira de reojo y asiente.
—Todo bien—musita, sus labios exhibiendo un rictus que no me deja nada tranquila.
—Conmigo nada bien, mamá, gracias por preguntar—intercede Angel, soltando el cubierto sobre el plato—. Necesito mi carro de vuelta, ¿cómo paso a recoger y a dejar a mi novia?
Adrian le apunta con el tenedor.
—Te prometo que estará más segura en su propio vehículo que en el tuyo, insensato—le reprende con dureza—. Debiste pensarlo antes, no ahora. Termina de comer y sube a tu alcoba, el castigo no se limita al jodido carro.
La cena acaba con un adolescente enojado, un padre exhausto y una muchacha que se excusa con un dolor de cabeza para encerrase el resto de la noche en su habitación.
Termino mi ducha, masajeo mi rostro y aplico las cremas y serum antes de peinar cien veces mi cabello. Adrian me mira sin discreción desde la cama, lo siento ojearme de vez en cuando por encima del iPad.
Podría catalogar el matrimonio como un gran aburrimiento a otros ojos que no sean los nuestros. La vida se basa en rutinas, despertar, trabajar y dormir. Entre medio de esas etapas las risas se acumulan como alfombra para amortiguar las caídas.
Cada verano disfrutamos una semana lejos, en algún lugar paradisíaco del mundo, aunque la época decembrina sigue siendo mi favorita, cuando mis hijos estaban aún pequeños, me emocionaba hasta las lágrimas verlos desgarrar el papel de los regalos.
Eso era lo que deseaba con tanto anhelo, una familia que para mí, es perfecta.
—¿Te crees eso de que Angelic se encuentra bien?
La pregunta de Adrian me saca de mis ensoñaciones y aviva la angustia. Dejo el cepillo en el cajón del baño y camino a la recámara.
—Ha dicho que sí, pero algo no deja de preocuparme—le sigo la conversación—. ¿También lo sientes?
Él asiente vacilando.
—Si por sentir te refieres a que se ha convertido en cuestión de días una chica taciturna, sí, claro que lo siento, Cora, amor.
Bufo exasperada. No, él no lo entiende.
Adrian puede que no crea en esas cosas, pero mi sexto sentido me alerta de que algo más ocurre. Es una especie de sensor que tengo incrustado en el corazón desde sus nacimientos, suena como una locura, pero sabía que se despertaban porque así lo sentía desde la cocina, mientras ellos apenas abrían los ojos en sus recámaras.
Sentí una punzada cuando Angel se fracturó el brazo montando su bicicleta.
Y en ese momento en el que Angelic se desvaneció en clase de educación física al tener su primera menstruación.
Esta vez mi instinto me advierte de que algo pasa con ella, aunque ella trate de plantar fachada.
—Seguro necesita una charla con té y galletas, una charla de chicas—afirmo como si me contestase a mí misma—. Eso es.
Me enfundo los pies en las pantuflas y salgo de la habitación a la cocina antes de escuchar algo más de la boca de mi esposo.
Angelic es compasiva, tiene un corazón tan blanco que muchas veces he tenido temor a esto, que la lastimen tanto. Le hace oda a su nombre, no solo su apariencia es angelical.
Preparo una bandeja con las tazas de té de manzanilla y jengibre, añado miel en un tarrito y busco las galletas de avena que tanto le gustan. Subo con dificultad las escaleras, pero logro alcanzar el segundo piso sin derramar nada.
Me acerco a su puerta decorada con su nombre en letras cursivas y doradas dentro de alas de ángel. Sostengo la bandeja en un brazo, los años que trabajé de mesera se hacen presente en mi equilibrio. Toco la puerta con los nudillos.
—Angelic, ¿estás despierta?
Nada. Vuelvo a tocar.
—Angelic, traje té y galletas, ¿quieres un poco?
No hay respuesta. El miedo se transforma en sudor. Nunca fue chica de escapar de casa, a las pocas fiestas que asistía, lo hacía con permiso y hora de regreso que siempre cumplía.
La ansiedad me carcome, así que acomodo la bandeja y abro la puerta, para encontrarme una espantosa escena.
—¡Angelic! ¡¿Qué haces?!
La bandeja cae al piso y ella suelta un grito y el cuchillo que tenía en alto y con el que pretendía apuñalar un muñeco de trapo rojo, vestido con la foto de su ex novio.
Se quita los auriculares y con una expresión de horror, apunta al pasillo detrás de mí.
—¡Mamá, salte de mi habitación!
Pero no puedo, permanezco inmóvil mirando las velas, hilos y demás, con el té hirviendo a los pies y las galletas desperdigadas por el suelo.
Compartimos una mirada y sufro del cúmulo de recueros en un segundo. A pesar de la seriedad de la circunstancias, lo bizarro de los hechos y el bochorno pululando en el aire infestado de aroma a hierbas aromáticas, las risas nos ganan y tras cerrar la puerta tras de mí, ella se cubre el rostro con las manos y me brinda un espacio a su lado.
Creo que en esta familia, todavía queda un Karma que sanar.
Fin.
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Hechizando Al Sr. Brier
Short StoryCora Adams ha trabajado por tres años para el magnate más codiciado de Nueva York, Adrian Brier, y dos de esos los ha pasado imaginando una épica historia de amor con él. Tras dar con un contacto involucrado en el mundo del esoterismo en su revista...