2: Plan Z.

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        —No te ves nada feliz, ¿mala noche o la nueva novia de Brier te pisa los nervios?

Por Dios, voy cuatro pasos dentro de recepción y la mierda me cae desde todas las direcciones.

Rastrillo el rostro burlón y sádico como un espantoso payaso de Yula tratando de dar con la sátira, debe ser su venganza por el incidente del café que derramé sobre su falda, ¡un accidente! Todavía no lo supera.

—¿De qué hablas, ridícula?—escupo con el temperamento amenazando con infringirme una migraña de terror.

Ella se encoge de hombros, bufándose de mi expresión.

—¿La silicona te tapó las orejas?—rechista desdeñosa—. Anoche tu amadísimo Adrian Brier fue capturado en una cena con una guapa mujer en su restaurante favorito en Manhattan, ¿cómo no te has enterado?

Los engranajes en mi cabeza detienen su función. No puede ser, no es posible, sería la primera en enterarme de tal evento, ¡lloro cada vez que hago una reserva en su nombre cuando sé que se verá con una mujer! Debe ser una cita fortuita, algo de último momento.

Lanzo mi cabello hoy lacio a mi espalda.

—Claro que lo sé, no es más que una vieja amiga de la infancia—le doy un golpecito en la frente con mi uña—. Aprende a respetarme, no querrás ser el primer desecho cuando tenga un anillo en mi dedo.

Choco con su hombro cuando sigo camino al ascensor, fingiendo una rectitud de seguridad y no debido a la tensión.

Apenas las puertas se abren corro al escritorio, echo mis pertenencias sobre la mesa y rebusco dentro del bolso por el pequeño botecito de vidrio lleno del producto de mis orgasmos, imaginando mi futuro con Adrian. Seguí todas las indicaciones de la hechicera, a media noche me preparé con sales de baño, recé a la luna y con una citrina en la frente cargada de energía solar.

Si el perfume no sirvió, esto tiene que hacerle virar los ojos a mi dirección al menos una vez, ¡por favor! Pagué mucho dinero por esto, además, tengo que demostrarle a Hannah que no soy tan ridícula después de todo.

Preparo el café a su gusto, fuerte y sin azúcar. Que desagradable.

Tapo el ángulo de la cámara y destapo el frasco, pero al momento de verter las gotas, las puertas de elevador se abren sacándome un brinco del susto y en el movimiento, tirando el bote a mis pies.

Me agacho a recogerlo deprisa, la sangre subiendo a mi cabeza a velocidad extrema. Al momento de recuperar la postura, tengo el pecho de mi objetivo casi presionando mi nariz.

Presiono el bote en mi mano, un rictus se forma en mis labios ante el escrutinio de su mirada sensata.

—¿Qué le ocurre? ¿Por qué tan nerviosa?—sus ojos se enganchan en mi puño apoyado en mi cadera—. ¿Qué es eso que esconde?

El interrogatorio me expulsa el alma del cuerpo. Enfoco el piso, el techo, la cafetera, cualquier sitio que no sean sus intensos ojos café.

—Ah, ¿esto?—levanto la mano—. Una medicina para la garganta.

Antes de que pueda siquiera respirar, me saca el frasco de la mano.

Mi pulso desciende catastróficamente y una capa de hielo cubre mis músculos cuando le noto ojear de cerca el contenido.

—No tiene ninguna identificación—musita, intrigado—. ¿Cómo se llama?

De todos los momentos que puede entablar una conversación, ¡¿tiene qué ser ahora que intento hechizarlo con mis fluidos?!

Hechizando Al Sr. BrierDonde viven las historias. Descúbrelo ahora