Primera parte: "Los pecados de los padres se repiten en los hijos".
Hace mucho tiempo, el caprichoso sentir de dos amantes desafió al destino y a la diosa luna; un hombre lobo y una mujer humana se enlazaron y de aquella unión prohibida nació una criatura híbrida a la que llamaron Azalea. Ella no halló cabida en la manada. Creció como una paria, sin hogar ni patria, sin encontrar su lugar entre los lobos e imposibilitada de buscarlo entre los humanos. Tenía a su favor el don de la belleza, que acabó convirtiéndose en maldición cuando el alfa de la manada la reclamó como suya. Azalea se negó a entregarse a quien no amaba, él le ofreció un trato: sería libre de irse a donde quisiera si el hijo que tuvieran resultaba ser un híbrido como ella; en cambio, si primaba su mitad bestia y tenían un lobo, allí se quedaría para siempre, como su esclava.
Él no planeaba cumplir su promesa y eliminaría a la criatura híbrida junto con Azalea. Ella tampoco planeaba cumplir y cuando nació su primogénito, un lobo completo, huyó con él al mundo de los humanos.
Su nueva vida incluyó un esposo, un buen hombre que la aceptó a ella, a su cachorro y les dio un hogar. Incluyó sueños, esperanzas, amor y una nueva hija, a la que heredó su mitad humana. Fueron inmensamente felices hasta que los lobos los encontraron. Esa noche llena de horror acabó la historia de la híbrida Azalea y comenzó la de Alana, su hija humana.
Hay dos momentos que marcaron la vida de Alana Valencia y no de buena manera: el primero fue el misterioso accidente en el que murió su familia y el segundo fue conocer a Damián Zóster y, a través de él, entrar en contacto con el mundo de los lobos durante su época universitaria. Tal vez podría mencionarse un tercero, que fue su reencuentro, años después, cuando se desataría una feroz lucha para que ninguno repitiera los pecados de sus padres.
Aquí va la historia del primer encuentro entre Alana y Damián y cómo comenzó su trágica historia de amor.
〜●〜
El grito que dio Alana desgarró su garganta. Fue tan intenso que la despertó y la trajo de regreso a la seguridad de su habitación en los dormitorios de mujeres en el campus. Vivía allí desde que ingresara a la Universidad Saint Roent, hace casi dos años.
—¿Tuviste ese sueño otra vez? —preguntó Ximena, somnolienta y lamentando haberse despertado justo cuando estaba por besar a Marcos Zóster, de las clases de Estadística y Cálculo II.
Ximena no sólo era su compañera de habitación, la pelirroja también era su mejor amiga.
—Sí... —respondió apenas Alana, con el corazón a punto de reventársele bajo la camiseta empapada de sudor.
Esperó unos instantes. Esperó a que las imágenes de pesadilla regresaran a donde vivían los sueños y a que sus piernas estuvieran lo suficientemente firmes y salió de la cama.
Eran las tres con treinta y tres minutos, la hora del diablo. Según las supersticiones, era el momento en que nuestro mundo entraba en contacto con otros planos astrales y los monstruos y demonios podían cruzar libremente y andar entre nosotros.
—No salgas, afuera hay violadores —balbuceó su compañera, rogando para volver a hallar a Zóster cuando pegara la cabeza contra la almohada.
—Hay cosas peores que los violadores. —Alana se puso una chaqueta y salió en pantalón de pijama, segura de que no se encontraría con nadie.
Estaban en época de exámenes y eso hasta los más fiesteros lo respetaban.
Inhaló una gran bocanada de aire frío y bajó los peldaños con sus pantuflas de oveja. Eran un regalo de su abuela, la mujer que la había criado luego de que lo perdiera todo hacía quince años, cuando ella tenía cuatro y fue la única sobreviviente al accidente donde murieron sus padres y su hermano mayor.
El "accidente" comenzaba cuando un hombre lobo se les atravesaba en la carretera y detenía el auto con sus manos monstruosas. Luego de arrancar la puerta del copiloto como si fuera el ala de una mosca, sacaba a su madre de las ropas y la sostenía en el aire. La criatura debía medir el doble de la estatura de la mujer.
"¡Alex, corre!", gritaba ella.
Su hermano Alex, apenas dos años mayor que ella, se liberaba de la silla, la liberaba a ella y corrían, lejos del horror y los gritos de sus padres.
Dos estruendos ensordecedores le entumecían el corazón. Su padre le disparaba a la bestia y lograba liberar a su madre del agarre, pero el lobo se le lanzaba encima y lo despedazaba.
"No mires", le decía su hermano, sin dejar de jalarla por entre los árboles junto a la carretera. Ella no veía nada con tanta oscuridad, pero su hermano parecía conocer el camino. A la luz de la luna, sus ojos habían empezado a refulgir.
Alex la hacía ocultarse dentro de un tronco hueco y cubría la entrada con ramas y hojas. "Iré a ver qué pasó", le decía él. "No salgas, volveré pronto". Ella no salía y él jamás volvía, eso recordaba Alana. No recordaba el auto desbarrancándose y siendo arrastrado por el río del otro lado, con su familia dentro. Tampoco recordaba que alguien la hubiera rescatado del agua, como constaba en el registro de la policía, pero apenas tenía cuatro años. ¿Quién guardaba recuerdos de su vida a los cuatro años? ¿Quién quería recordar lo que ella recordaba?
"No son recuerdos, son pesadillas", le decía su abuela mientras crecía.
"Es la forma en que lidias con la pérdida", le decía su psiquiatra, uno de tantos.
Nadie querría aceptar que su padre, conduciendo en estado de ebriedad, se había salido del camino y ocasionado la muerte de su familia, era más fácil culpar a un monstruo. Los niños saben de monstruos, los encuentran en los rincones oscuros, bajo las camas, en la sombra de la chaqueta sobre la silla, en las carreteras durante las noches de luna llena. La muerte es un monstruo, el destino es otro mucho peor. Que fueran ellos los culpables, porque el hombre lobo que veía en sus sueños y que causaba la muerte de su familia no era más que la personificación de ese monstruo atroz, la metáfora que había creado para el alcoholismo.
El alcoholismo era el monstruo que la había dejado huérfana, no los hombres lobos porque no existían.
Y el alcoholismo tampoco era un monstruo, era una enfermedad.
Y su padre era alcohólico, aunque ella no recordara haberlo visto beber una copa en su vida. Era un hombre enfermo y lo perdonaba.
Sin embargo, ni el perdón, ni las terapias, ni las píldoras que le adormecían hasta el alma, ni las temporadas de internación en la clínica mental, ni las metáforas habían logrado liberarla de la pesadilla. Y cada vez que la soñaba, dudaba.
Dudaba de que fuera sólo una pesadilla, porque también podía ser un recuerdo que pondría todo su mundo de cabeza.
No. No era posible, por eso había salido a la calle, a la noche solitaria y oscura nada más despertar. Ella recorrería cada rincón del campus, los menos iluminados, los más aterradores para convencerse de que no existían los monstruos ni en la hora del diablo. Tal vez tendría que recorrer el mundo entero, pero lo confirmaría y la Alana de cuatro años, que seguía oculta en el tronco desde aquella noche, podría por fin ser libre.
Cruzó la calle y avanzó por el costado de la estatua de Teodore R. López, fundador de la universidad. Rodearía el edificio donde dormían los hombres, pasaría por la arboleda donde se reunían a fumar y se iría a las canchas para dar toda la vuelta por el sendero de la orilla que llevaba a las aulas. Acabaría tan cansada y entumecida por el frío que ni soñar podría.
Iba saliendo de la arboleda cuando se quedó petrificada. Caminando por el medio de la cancha de fútbol había un hombre lobo.
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Hola. Nueva historia de hombres lobo, a ver qué les parece.
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¿Por qué debías ser tú?
Loup-garouDesde los cuatro años, Alana ha intentado convencerse de que el accidente en que murieron sus padres y su hermano no fue causado por un hombre lobo. Les teme, los odia y jamás podría acabar enamorada de uno, sobre todo porque no existen. Sin embargo...