Capitulo 10

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Sam se quejó al darse la vuelta y puso la cabeza bajo la almohada. Se sentía tan miserable que solo deseaba poder dormir hasta recuperarse. El sudor le recorría el cuerpo formando diminutos remolinos que empapaban las sábanas, temblando encima del tejido húmedo.

–¡Mierda! –murmuró, no demasiado alto. Si hacía un movimiento brusco, los homúnculos en su cabeza volvían a martillear sin piedad.

No había un rincón de su cuerpo que no le doliera y las costilla le protestaban por la continua tos.

Oyó jaleo abajo, pero lo ignoró. Fuese lo que fuese, sus hombres se encargarían de ello. Para eso les pagaba. Ahora, solo quería estar a solas con sus miserias.

–No me importa que no quiera ver a nadie. Me verá a mí. Soy su médico.

Maddie.

Sam hizo un esfuerzo por incorporarse, pero la habitación le daba vueltas. Desorientado, acabó nuevamente tumbado en la cama.

Estoy hasta los cojones. No puedo mover un dedo. Y si había algo que Sam odiaba era sentirse impotente.

La puerta se abrió de golpe y Sam abrió un ojo para contemplar la panorámica más bella del mundo.

Maddie.

Arrugó el entrecejo al ver dos de los guardias de seguridad sujetándole los brazos, uno a cada lado.

–Quitadle las manos de encima –ordenó, ronco, pero capaz de hacerse oír.

Los guardias la soltaron como si Maddie fuera hierro candente.

–Lo sentimos, señor Hudson. Se nos escapó en la puerta y no hemos podido detenerla a tiempo. Como dijo que no quería ser molestado...

–Ella es la excepción, siempre –refunfuño–. Largaos de aquí.

Los guardias se fueron, dejando a Maddie en la puerta de la habitación. Cerró la puerta y se sentó a un lado de la cama. Con una mano en la cadera, llevó la otra a la frente de Sam, con ternura, retirándole el pelo de la cara.

–¿Qué te estás haciendo? Estás ardiendo. ¿Estás tomando algo?

–No necesito pastillas. Se me pasará –graznó, mirándola con una curiosa fascinación.

Ella fue al cuarto de baño. Sam la pudo oír enredando en los armarios.

–¿Qué coño es esto? ¿Tienes algo que no sean condones?

Por supuesto que era una pregunta retórica, aún así, cuando volvió a la habitación, como una furia mitológica, Sam se la contestó.

–No. No tomo pastillas. Nunca las necesito.

Ella cogió el teléfono de la mesilla de noche y empezó a buscar en el directorio. Marcó un número con ímpetu. Una vez que verificó que hablaba con el asistente de Sam, le dio una retahíla de órdenes como haría un sargento de caballería. Colgó el teléfono con un malhumorado click y llamó a otro teléfono. Una farmacia, por lo que él pudo entender de la conversación. Cuando terminó dejó el teléfono en la mesilla dando un golpe lo suficientemente fuerte como para que Sam dibujara una mueca de dolor.

–Necesitas sábanas limpias y una ducha. ¿Crees que podrías si te ayudo? –preguntó con exigencia.

Sonrió burlón, cómo si esta mujer pudiera aguantar su peso.

–¿Sabes? Esta actitud de médico mandón me pone. ¿Me vas a frotar la espalda?

–Si hace falta... –cortó con rapidez mientras empezaba a tirar de las sábanas que cubrían el cuerpo sudoroso de Sam.

La Obsesion Del MultimillonarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora