𝖨

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El día que mi mundo se derrumbó, fue cuando entendí lo que me pasó. No imaginé que yo enfrentaría mi pasado de forma inesperada.

Era adolescente, desde afuera todos pensaban que tenía la vida tranquila. Estudiaba, me preparaba para mi futuro, compartía momentos de alegría con mi familia y armaba recuerdos de amor con el chico que me había conquistado.

Muchos creen que el amor joven es el más tranquilo, el ingenuo donde todo es color de rosa. Un cuento de hadas fugaz, porque generalmente nunca perdura. Déjame decirte, que no es así. Al menos no el que me tocó vivir.

Yo tenía catorce, él dieciséis años. Fue el amor con el que quería crear recuerdos bonitos y tener experiencias divertidas. Salir a comer, ir al cine, visitar lugares que ninguno había estado antes; pero sus intenciones eran diferentes.

Él decía que algo fundamental era tener relaciones sexuales, que todas las parejas tenían que hacerlo. Entonces se metió en mi cabeza y obtuvo lo que quería. Cada vez era lo mismo, él me hacía lo que quería, terminaba y se daba la vuelta para dormir. Lo único que veía era su espalda, pensando si había hecho algo mal o si estaba enojado.

Por películas y libros, tenía la idea de que ese momento sería especial. Para mí nunca lo fue, ¿por qué no se sentía bien? Pensaba y buscaba una respuesta en mi cabeza, pero en cuanto la realidad se asomaba, me convencía de que no era así. «Yo soy el problema, no él.» Decía mentalmente cada vez que me daba la espalda.

Yo era la mala novia si decía que no. Negarme no era una opción; algo dentro mío me decía que sería peor si me rehusaba.

Continué así, hasta el día en que el cuento de hadas se acabó.

Después empecé terapia, porque no me sentía nada bien psicológicamente. Estaba inestable y perdida. Entonces, en una de las sesiones, buscando entender mis miedos y traumas, la psicóloga hizo la pregunta que cambió mi vida por completo.

—Teníamos relaciones porque sí —dije con normalidad.

—¿Cómo porque sí?

Aquél fue el inicio, allí conocí a mi mayor trauma. Ese día me di cuenta de que nunca fui el problema, yo no era maldita por querer decir no. Para él solo era un objeto al que recurría cada vez que estaba caliente.

Por supuesto que, enfrentarse al hecho de que fui abusada por alguien en quien confiaba y creía amar, causó un efecto negativo en mi mente.

El llanto volvía cuando las imágenes de aquella noche llegaban a mi mente; me miraba al espejo y no reconocía a la chica parada delante de él. Por momentos me preguntaba cómo no fui capaz de ver las señales.

Durante mi vida vi cientos de casos de abuso en la televisión, escuché experiencias de amigas y también desconocidas que compartían su historia para que a nadie más le ocurriera. Todas hablaban de los patrones, las señales, y yo las escuchaba para darme cuenta si alguna vez era testigo de ellas. Mas, no lo pude notar. Pareciera que cuando te ocurre a vos, todos los sentidos se nublan y el cerebro se queda estancado.

Sanar es un proceso lento, a veces más de lo que a uno le gustaría. Tras aceptar la verdad, debes lidiar con el miedo y la desconfianza en ti misma; dos cosas que son extremadamente difíciles de afrontar. Es por ello que buscamos un refugio en las personas más cercanas: nuestra familia.

Como había dicho, siempre fui la nena de mis papás. Ellos me amaron, criaron y empujaron a ser una buena persona. Me acompañaron en los buenos momentos, se encargaron de que tuviera la mejor educación posible y todas las comodidades posibles. Confiaba en los dos como cualquier hija lo haría. Sin embargo, fue mamá y mi hermana a quienes recurrí para contarle lo que me había ocurrido. Lo hice porque pensé que merecían saberlo, que como mujeres me entenderían, abrazarían y contendrían hasta hacerme saber que todo estaría bien. Pero sus respuestas me dejaron totalmente shockeada.

—En un matrimonio es tu deber como mujer —dijo mi hermana.

—Esas cosas pasan —después dijo mamá—, es normal.

Pero yo sabía que nada de eso era normal. Sacrificar mi estabilidad mental y sanidad para bajarle la calentura a un pelotudo egoísta no era ni remotamente lo que volvería a hacer. No obstante, cambiar la perspectiva que tenía sobre mi cuerpo tardó años.

Tuve problemas de confianza, no quería ni podía mirarme al espejo sin sentirme usada; pasé por muchos estados de ánimo, habían días donde me reía o tenía ganas de salir, otros en donde me encerraba enojada con el mundo.

Sé que no soy la única, sé que muchos hemos atravesado por una situación similar o igual. Entonces les digo: no somos objetos. Mujeres, somos seres de carne y hueso, con un corazón que late y alma hirviendo, no dejemos que nos sigan mirando como una cosa. Es hora de vencer nuestros traumas y unirnos a la lucha. 

El mundo de una mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora