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     —Debo ser totalmente honesto con usted, Zoro —Luffy colocó una mano encima de la otra, sobre el escritorio y observó a Zoro.— En lo últimos seis meses, he contratado a tres maestros distintos y no logré que ninguno de ellos se quedara más de quince días.

     —Le aseguro que me quedaré todo el tiempo que sea necesario, Luffy —Zoro que había puesto sus tres katanas apoyados sobre un modular cercano, se reclinó contra el respaldo de su silla, apoyando los codos sobre los posabrazos tapizados de la misma. Unió las yemas de los dedos y miró a Luffy por encima de la figura que había creado con sus manos.

Maldición, pensó. No podía quitarle los ojos de encima. Luffy le había fascinado desde el primer momento que lo vio en la biblioteca.

No, se corrigió, pues recordó que su fascinación había comenzado aquella noche, en la mugrienta taberna francesa, cuando Monkey D. Garp describió a su original nieto. Durante toda la travesía, mientras cruzaba el canal, Zoro no había hecho otra cosa más que especular sobre el jovencito que había sido capaz de localizar el diario de Olivia. Varios miembros de su familia habían tratado de llegar a él, en vano. ¿Qué clase de joven había podido vencerles?

Sin embargo, aun admitiendo abiertamente que el muchacho despertaba curiosidad en él, no podía explicar esa sensación tan extraña que experimentó cuando entró en la biblioteca y encontró a ese Bon tomándolo por el tobillo. En ese momento, su impulso fue perturbador, casi salvaje en intensidad.

Ocurrió como si hubiese sido una mujer la que estaba siendo atacada por un extraño. Habría estrangulado a ese tal Bon, pero al mismo tiempo, se enfureció  por la falta de sentido común de Luffy. Habría querido zarandearlo, arrastrarlo sobre la alfombra y hacer algo para aliviar su frustración.

Zoro estaba asombrado por la fuerza de sus sentimientos. Recordó lo que había vivido el día que su mejor amiga, de quien creía estar enamorado, anunciaba su compromiso en brazos de un capitán de la marina. Ni en ese momento, había tenido una reacción tan violenta como la que experimentó con Luffy.

No tenía sentido. No tenía lógica alguna.

Pero aun bajo la luz de esos hechos, Zoro tomó una determinación en cuestión de segundos. Todos aquellos planes, eminentemente lógicos y fríamente concebidos, se esfumaron en un abrir y cerras de ojos. Toda intención de perseguir el diario y sus secretos para luego regresar a sus negocios de costumbre, se desvanecieron en un instante.

Con un inédito desdén por el sentido común, totalmente atípico en él, mandó el diario de Olivia al cuerno. Lo último que deseaba era hacer un mundano pacto comercial con Luffy. En realidad, no soportaba ni siquiera ese pensamiento.

Surgió un impulso de deseo. Lo deseaba.

Una vez que descubrió su realidad, lo único que realmente le parecía importante era que, por fin, había hallado la manera de quedarse cerca de este despistado joven. Zoro necesitaba explorar esa atracción feroz, enérgico y apasionado, aunque fuera lo último que haga.

Ya nada le importaba tanto como eso: ni su maquinado plan para conseguir el diario y terminar así con la persecución familiar del mismo, ni sus asuntos comerciales, ahora tan lejanos de su entorno, ni siquiera dar con la persona que le estaba estafando.

Su gente, así como sus negocios y el maldito estafador, podían esperar un tiempo. Por primera vez, estaba a punto de hacer algo que realmente quería y al diablo con sus responsabilidades.

Con su espontánea agudeza de siempre, Zoro se había aferrado a la solución más obvia: presentarse como el nuevo maestro. Y le resultó extremadamente sencillo, como si el destino hubiera tomado las riendas del asunto.

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