Capítulo dos

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RECUERDOS SEPULTADOS, RECUERDOS QUE SEPULTAN

Ni siquiera abrí el paraguas, no llovía como antes pero la tarde-noche era acompañada por una llovizna insistente. Recuerdo haber leído una vez que "en la lluvia hay vida". ¿Cómo puedo recordar una oración de algún libro que no recuerdo? El recuerdo es algo fantástico... ¿es algo fantástico? Me quito la capucha del abrigo y dejo que toda esa "vida" que existe en la lluvia me cubra. Y, tal vez, de este modo, le encuentre sentido a la mía.

Ese chico del callejón me dijo algo interesante, entre todos sus delirios, sobre el recuerdo «Es una copia de la copia. Y la copia de la copia nunca es igual».

Cada paso que avanzo, un martillazo golpea mi cabeza, recordando que dejar mi mente en blanco, como se había mantenido estos días, es imposible justo ahora. ¿Cómo era posible que esas simples palabras causaran mi colapso instantáneo? Lo peor de todo, era que él no tenía idea, de seguro su comentario fue no más que un acto para extender la conversación. Él no sabía que para mí era un extraño más, uno que había logrado desbloquear hechos, sucesos que yo misma, con mucho esfuerzo, me encargué de enterrar en los más profundo y oscuro de mi memoria.

Hundo las manos en mis bolsillos delanteros al momento que un escalofrío me recorre el cuerpo, como si una ola polar me hubiese traspasado el alma. A este punto, no sentía los labios y el pecho me dolía al ingerir oxígeno pero, ¿se oía demasiado extraño si dijera que me agradaba aquella sensación? Papá diría, sin duda, que he enloquecido. Tal vez estaba en lo correcto. Inhalo el aire fresco, cierro mis ojos y me doy permiso a sentir el dolor interior que me causa dicha acción.

Una vez frente a casa, me sentí a salvo. De seguro, todo volvería a la normalidad mañana, seguro ya no recordaría lo que hice hoy, lo que sentí. Porque el recuerdo es la copia de la copia. La calidez del interior me abrazó cuando entré, cerrando detrás mío la puerta de entrada. Dejé colgada mi gabardina en el perchero, donde justo al lado yacía un retrato mío de pequeña junto a otra niña.

Tengo un problema con las fotografías: no hablan, sólo proyectan.

—¿Lyna? ¿Llegaste? —preguntó desde la sala.

—Llegué. —paso caminando al frente suyo, donde se encuentra sentado, rodeado de papeleríos. Lo escucho suspirar y sé que es, probablemente, por mi contestación carente de simpatía.

—¿No te dije que yo iría a buscarte a la tienda?

—¿Me lo dijiste?

—Te envié un mensaje.

Mi mirada se posó en la mesa de estar, repleta de papeles desordenados y pilas de libros de trabajo, el mismo trabajo que me espera paciente a mí el siguiente año, una vez que comience a trabajar con papá.

—Perdí mi celular. —digo sin más, tomando estas palabras como el final de nuestra conversación, a pesar de que él siguió murmurando por lo bajo cosas que no me esforcé en comprender.

Me sumerjo en el extenso pasillo de habitaciones. Hay dos del lado izquierdo, dos del lado derecho y una al final. La penúltima puerta decorada con flores es la anterior a la mía que, muy al contrario, no llevaba nada más que las iniciales de mi nombre grabadas en la madera blanca. Adentro tampoco era muy especial; ropas de un lado, libros y papeles esparcidos del otro.

Mi cuerpo cae y rebota sobre el colchón, el ruido casi inaudible del ambiente es lo único que me rodea, es un sonido que conozco muy bien. A un costado, en la mesilla de luz, reposa un libro empezado "El principito". Lo había oído antes de mamá. Ella lo leía una y otra vez, pero al final... era un recuerdo que también decidí bloquear.

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