Capítulo IV

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El espectro ignoró cuánto tiempo había pasado desde que había abandonado el Meikai, o desde que había llegado a aquel sitio. Una vez en la puerta de salida del Pilar del Océano Atlántico Norte, observó hacia arriba, al "cielo", el cual le daba una extraña sensación como si se estuviera ahogando. Regresó su vista al frente, hacia el yelmo que tenía en las manos. Suspiró, y se colocó el casco para completar la investidura de su majestuosa armadura.

Listo para emprender su viaje en retorno al inframundo, escuchó la voz que lo había mantenido secuestrado en esa parte del océano.

–Ven a visitarme más seguido.

Cuando volteó, solo observó la cabellera azulada meneandose con el caminar de su dueño.

Frunció los labios, escondió la sonrisa pícara que su cuerpo le pedía ante la esperanza de volver a experimentar el torbellino de sensaciones que le fue otorgado ese día.

Una vez dentro de sus dominios, chasqueó su lengua con reprobación y se llevó la mano a su frente.

Había olvidado obtener las respuestas que buscaba. Definitivamente, tendría que regresar.

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Las visitas aumentaron de frecuencia, siempre disfrazadas de una urgente audiencia con Poseidón. Por más que el espectro indagara y rebuscara información, el dragón marino se mantenía evasivo (pues nunca guardaba silencio). Y de alguna u otra manera, terminaba presa de la tibia piel del moreno.

Se sentía atado a un hechizo, sentía que su cosmos era atraído al otro, específicamente a ese otro. Se entrelazaba y experimentaba una sensación cálida bastante cómoda. Pensó en que el ejército de Poseidón podría tener las mismas habilidades psíquicas que las sirenas tenían con los marineros.

–Ya no estás tan frío como antes –dijo Kanon, en la danza sensual entre pieles que llevaban practicando bastantes veces, ¿cuántas? Ya había perdido la cuenta.

Evidentemente, Radamanthys se percataba del calor (reconfortante) que el otro le producía, pero no había prestado atención a la temperatura de su piel. Al fin de cuentas, realmente no estaba vivo como los demás guerreros.

Tuvieron esa profunda conversación, una vez satisfecho el líbido sexual, desnudos bajo las sábanas, acostado, el rubio perdió su mirada en los detalles griegos de los pilares, y el extraño techo que pareciese que le caería toda el agua encima. Kanon, sentado con la sábana a la cintura, estudiaba la extraña existencia del otro mientras masticaba una hoja de coca.

–De igual forma, todos los guerreros de estos dioses de mierda somos inhumanos –ese leve hilo de compasión sorprendió a Radamanthys, haciéndolo fijarse en la expresión lastimera de su acompañante. Al segundo la cambió. –No te creas tan especial –bufó para voltear el rostro hacia el lado opuesto.

Esas pequeñas actitudes infantiles le divertían al espectro.

Se acomodó.

Aquel sitio le transmitía una paz incomparable, algo nuevo para él. A su vez, sentía que se traicionaba a sí mismo. O al menos a Wyvern, ya que por primera vez en... un tiempo indefinido, estaba haciendo algo porque realmente lo quisiera, y no porque debiera hacerlo. Sus frecuentes visitas eran planificadas, ya que tenía mucho que hacer en el inframundo, pero aprovechaba cada oportunidad para admirar las aguas marinas.

Desde hacía un tiempo había dejado de presentarse con su Sapuri. Sabía que no la necesitaría, y en ocasiones, la confianza había aumentado a tal grado que se dieron el permiso de entrenar juntos, sin técnicas especiales, a puño limpio.

Se sentía vivo, irónicamente, cuando ponía en práctica el ejercicio de la lucha con su propio cuerpo, sin armadura y sin abusar de su cosmos. Era agotador y revitalizante a la vez, además de ciertos forcejeos que daban como resultado un explosivo orgasmo en pleno lecho marino.

Esta ocasión, atravesó las escalinatas como si fuera un niño, emocionado, con su ropa de entrenamiento: negro, sin mangas y con una cinta roja para ajustarse los pantalones. Tethys, la sirena, lo elogió e insinuó cuando lo vió así por primera vez. El espectro rechazó cortésmente sus ofertas. Estaba interesado en otro pez.

Una vez en la entrada del Pilar del Atlántico Norte, buscó al protector, pero no lo encontró donde siempre. Así que se atrevió a explorar más, hasta le asaltó la idea de sorprenderlo en la ducha, o durmiendo sin alguna prenda.

La sorpresa ahuyentó su líbido. Observó cómo el chico de cabello verde, el protector del Pilar del Océano Ártico, salía sigilosamente de una habitación con algunas cosas en las manos. Una vez con la puerta cerrada, se dispuso a colocarse sus zapatillas y a retirarse del lugar, con una expresión de genuina felicidad.



**~**~**~* Continuará *~**~**~**

Érase una vez en AtlantisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora