Las fiestas nunca habían sido un problema para Neil.
En el instituto, cuando todo el mundo lo conocía y se alegraba de verlo, era el lugar donde más cómodo se sentía, como un pez en el agua. No tenía problema en hablar con todo el mundo, en bailar, jugar a juegos de borrachos y ligar llevándose a quien quisiera por delante con su sonrisa torcida de canalla llena de promesas indecentes. Era lo que más esperaba durante la semana: la fiesta de los viernes. Le daba igual si eran en una casa, en un bar o en una discoteca. Estaban dentro de su rutina y eran tan (si no más) importantes como estudiar.
Pero eso había sido en el instituto.
Le bastó una semana de carrera llena de clases (a las que había ido religiosamente, porque podría ser muchas cosas, pero no un irresponsable, o no del todo) para darse cuenta de que las fiestas siempre solían ser una delicia porque eran el escape de la rutina, el momento en el que podía olvidarse de todo lo demás y solo dejar espacio a la música atronadora.
De modo que en aquel momento, después de no haber dormido más de veinte horas en total aquella semana, haber comido como si no tuviera cocina en su apartamento y haber salido tres de las cuatro noches sin incluir aquella, estaba hecho una mierda. Y ya le quedaba poco dinero en la cuenta.
La música estaba demasiado alta, la sola perspectiva de ingerir una cerveza más le hacía querer echarse a llorar y había tanta gente a su alrededor que le parecía estar chorreando sudor. Y solo eran las diez y media. Tener que controlarse a uno mismo para llegar entero y sereno al fin de semana era más complicado de lo que le habían hecho creer. ¿Era tan difícil entender que lo único que quería en aquel momento era su cama y el puré de verduras frío que preparaba su madre?
«Todo irá bien» le había dicho a su madre cuando ella respondió un «No creo que sea buena idea» a su «Quiero mudarme a un piso cuando empiece la uni». «No me comerá la mierda» le decía, «Seré autosuficiente». Su madre no se lo creyó y él tampoco debería haberlo hecho. Estaba tan equivocado.
Suspiró mientras Daryl se rellenaba un vaso de plástico con ron y Fanta alegremente. Estaban en la cocina de la fraternidad que daba la fiesta, cuyo nombre Neil ni siquiera se molestó en aprenderse. ¿Qué cojones hacían allí? Ambos habían dejado muy claro que no querían ser chicos de fraternidad.
—¿Cómo has conseguido que nos inviten a esto? —le preguntó mirando la reluciente, novísima y abarrotada (tanto de bebidas, comida y hielos como de gente) cocina.
Su mejor amigo se encogió de hombros.
—Ha sido un tío de la carrera —respondió el rubio antes de darle un trago a la copa que acababa de prepararse—. Ha llegado a clase, nos ha invitado a todos y se ha ido.
Neil lo miró con el ceño fruncido.
—¿Pero no os ha invitado en clase?
—A los chicos de fraternidad se la sopla ir a clase.
Neil resopló con frustración.
—Putos chicos de fraternidad.
Daryl soltó una carcajada.
—Los odio con todas mis fuerzas.
Se quedaron un par de segundos en silencio en la canción rock que sonaba por los altavoces del salón, bebiendo al mismo tiempo del vaso de plástico y el botellín de cerveza respectivamente mientras observaban a la gente que iba y venía a su alrededor. Entonces, Neil dijo:
—En mi carrera nadie llega a clase y nos invita a todos a una fiesta.
Entre otras cosas, porque solo había un chico de fraternidad en su clase y era la persona más inocente y simpática que existía.
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Plus ultra
Teen FictionNeil ha alcanzado el momento de su vida que siempre ha soñado: vive con sus amigos, estudia lo que le gusta y sus únicas responsabilidades son aprobar, llamar a su madre regularmente y cumplir con las tareas que le tocan. Sale de fiesta, se lía con...