Al graduarse de la universidad, Myeongsuk decide invertir sus ahorros en una encantadora y antigua casa situada en las afueras de la ciudad, con la esperanza de comenzar una nueva etapa en su vida. Sin embargo, antes de cerrar el trato, los antiguos...
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—¡Sabía que no eras solo un sueño! —sonreí ampliamente, sintiéndome victoriosa.
—Soy peor que eso —confesó sin expresiones, ayudándome a levantarme de encima de él.
—¡Espera! —exclamé al verlo darme la espalda como siempre lo hace antes de desaparecer—. No te vayas aún… Quisiera escucharte tocando el piano, estando despierta —agregué, poniéndome de pie y tomándolo del hombro.
—Está bien —aceptó luego de pensarlo unos segundos.
La música empezó a sonar y mi cuerpo no se contuvo. Sin darme cuenta, me encontraba bailando en medio de la sala junto a la melodía del piano.
Movía mis manos en el aire, dando vueltas y sintiendo mi cabello volar con cada movimiento que hacía. Podía incluso jurar que no sentía que mis pies tocaban el suelo. Cerré mis ojos y pude imaginarme en medio de un campo lleno de flores, donde solo existíamos él y yo.
Abrí los ojos cuando la música acabó y una carcajada salió de mis labios. Dejé mi cuerpo caer al suelo, quedando sentada en él y observando a poca distancia al chico de cabellos oscuros.
—¿Dime por qué siempre desapareces? —cuestioné, ladeando mi cabeza con curiosidad.
—Ya te lo dije, todos me tienen miedo —respondió, sentándose frente a mí.
—¿Por eso trataste de correrme de tu casa, haciéndome pensar que estaba loca? —pregunté nuevamente, acercándome un poco más a él, sintiendo interés por conocer sus respuestas.
—Sí —afirmó, mirándome fijamente.
—Oh, ya veo —musité, asintiendo levemente—. Por cierto, sé que puede sonar un poco… mmm, mal… pero, ¿cómo fue que moriste? —inquirí, dudando por un momento si estaba bien hacerle esa pregunta.
—No lo sé, eso quisiera saber yo también… —contestó luego de dudarlo un poco.
—¿Cómo que no puedes recordar nada? —cuestioné, frunciendo el entrecejo aún sin entender.
—Absolutamente nada, solo que sé tocar el piano —respondió, bajando su mirada, abrumado.
—¿Y no te gustaría recordar cómo fue que pasó? —pregunté al ver la tristeza en sus grandes y hermosos ojos.
—Sí, eso desearía… Pero estoy condenado a estar encerrado en este lugar —comentó y, al ver la confusión en mi cara, se apresuró a responder—. No puedo salir, simplemente no puedo —agregó con cierta desesperación.
—¡Tengo una idea! —exclamé y me levanté de golpe del suelo, haciéndolo asustar—. Hagamos un trato: tú me tocas el piano y yo te ayudo a saber qué fue lo que pasó… ¿Te parece? —continué, sintiéndome emocionada.
—Trato —aceptó, extendiendo su mano frente a mí, mirándome con unos ojos llenos de esperanza.
—Trato —tomé la suya, apretándola y sonriendo ampliamente.
