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Ayer le pregunté a papá a qué temperatura estaba tu habitación. "3 grados" contestó. "Que frío" Pensé yo. Aunque, pensándolo bien, tu habitación no era la única que había sufrido tras tu ausencia. Todo se había vuelto frío; las relaciones, los abrazos, las caricias... Y es que, al fin y al cabo, era tu calidez la que nos unía, después de no estar aquí tú, todo se volvió distinto, distante. La gente hace por no darse cuenta, y no les juzgo por ello, porque cada uno lleva el dolor de la forma que puede, unos necesitan un tiempo de tregua, otros prefieren sentirlo de golpe. Yo prefiero sentirlo, prefiero sentir el dolor a no sentir nada, pero es difícil lidiar con él cuando algo tuyo asoma. Y es que no hay cosa en la que no te vea reflejada: una cara, una comida, una frase, un olor… Y es que no he vuelto a entrar en un hospital como lo hacía antes. Estar contigo todos los días, tener miedo de ir a comer algo por si a la vuelta ya no estás ahí, el miedo de estar cuando te vayas y ver a la muerte a la cara, el miedo a no despedirse bien, el deseo de salir de allí corriendo, huir de aquel aire pesado, de esa presión constante que ejerce esa vida de hospital en el cuerpo y en el alma, el pasar de las horas como si estas no fueran horas, como si al entrar al hospital entrásemos también en otra realidad distinta, ajena al exterior, sin conciencia de tiempo ni trabajo, solo estando pendientes de la enfermedad, de si esta avanza u ocurre ese “milagro” que dicen que es nuestra última opción. Y que al final puedas salir de ahí con alguien menos al lado, me hace pensar que allí dentro se vive la más real de las realidades. 

Y después de ti, te seguías sintiendo presente, pero esta vez no corríamos a abrazarte, sino que nos marchitábamos, viéndote en todos lados pero no sabiendo hacerlo, causando que poco a poco la presión por querer y no poder entumeciera nuestros corazones y la realidad azotara cada vez más rápido, sin piedad, llevándose con ella todo atisbo de felicidad. Y es que a veces parece que es así: cruel. La vida sigue, nunca para aunque necesitemos respirar, como si fuera una rueda que tuviera que ser movida por todos los habitantes de la tierra y que si para de hacerlo uno de ellos, sería aplastado. Así es la vida, no te da la oportunidad de descanso, de tregua.

Te has ido, ya hace un tiempo de ello, pero todavía no he sanado, ni creo que lo haga. Me falta una pieza para volver a completar el puzzle. Te la entregué un día y te la has llevado sin fecha de retorno. Pero gracias a romperme yo, pude darme cuenta de la cantidad de personas que ya lo estaban a mi alrededor, como papá. Él piensa que no, pero se le nota más que a nadie tu hueco, se le ve roto. Hace por ocultarlo con esa característica sonrisa suya, pero hace tiempo que esta no pasa de la boca, reflejándose un constante cansancio y tristeza en sus ojos. Lo sé, sé que intenta ser fuerte por nosotros, porque cree que es la base; que si él se permitiera caer, todos caeríamos con él. Y en verdad tiene razón, pero es injusto que se someta él toda la carga, que piense que por el mero hecho de ser padre, no tiene el derecho a compartir su dolor, de verse débil frente a los que quiere. Y es que a veces me olvido, soy egoísta y asumo que está bien. Me olvido de que quien para mi es una abuela, para él es una madre. 

Nos enseñaste a encontrar belleza, fortaleza y soluciones en los peores momentos, pero ahora no hay más que un túnel negro. ¿Hasta cuándo se fingirán las sonrisas? “El tiempo pone todo en su lugar” siempre me repetías, pero me da la sensación de que, después de ti, nunca llegaré a sonreír como antes. 

El hueco que has dejado en mi corazón siempre estará ahí, esperando ser cubierto, aunque sepa muy bien que nadie va a ser capaz de hacerlo. Que estará ahí hasta el fin de los tiempos con la única posibilidad de esconderlo para evitar caer en el hueco, recordándome, una vez más, que una parte de mí nunca volverá, ya que te la llevaste tú. Pero me alivia, porque al menos aún puedo seguir viéndote. Y es que ya ha pasado un tiempo desde que te veo, diariamente, andar por mis pensamientos. 

Estoy bien, viviendo como me dijiste que lo hiciera, aunque eso no quite que en algún momento asomen los recuerdos y se concentren como un nudo en la garganta, no dejándome seguir, obligándome a mostrar unas heridas que todavía no están cerradas y que, seguramente, nunca lo estén. Porque ya no puedo contártelas a ti, sentirme acogida por ti mientras me como uno de esos helados que siempre me esperaban al hablar contigo. Unos que, no solo ansiaba comer por su dulzura, sino porque a cada bocado que daba me curaban por dentro de formas que ni imaginaba. 

Ansío sentarme contigo en el sofá, mientras me das alguna lección de sabiduría de esas que siempre salían por tu boca. 

Ansío que me muestres sobre ti, que me hables sobre tus mil aventuras y que me contagies un poco de tu ser al hacerlo. 

Ansío que me abraces y me muestres de todas las formas que tú sabías, lo que me querías. Ansío poder mostrarte yo lo que te quiero. 

Pero sobre todo, abuela, ansío verte, ansío esa paz que me da el notar que estás a mi lado haciéndome sentir que todo está bien, aunque nada lo esté.

El procesoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora