Capítulo 1: Floyd Simmons

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Annabeth Foster

Quince meses después...

Cuanto entro a mi primera clase, Biología, finalmente concluyo: Lo evadiré.

Suena inmaduro e impulsivo, pero realmente no me importa. Me detengo a analizarlo una vez más y me pregunto: ¿Es realmente necesario siquiera optar por ello? A lo largo de todos estos años hemos ignorado la presencia del otro. Estudiamos desde el comienzo en la misma preparatoria. Cursamos el mismo año y compartimos la mayoría de las clases. Somos conscientes de la presencia del otro, pero simplemente lo ignoramos.

Ahora existe un incidente de por medio, me recuerdo casi inconscientemente. Y fragmentos de las escenas desarrolladas ese día me invaden.

Trato de espantarlos sacudiendo la cabeza.

¿Qué conocía yo de Floyd Simmons? Lo que sabe todo el mundo. Tiene la etiqueta de: Linda cara andante, en la frente. O en su defecto, de tonto andante. Otorgada por la mayoría de la masa de estudiantes en la preparatoria. No obstante, solo se trataba de eso, no es popular, ni gracioso, tampoco ostenta de mucho dinero. 

Solo se trata de un lindo rostro que posee actitudes tontas.

Tomo asiento de segunda en la tercera fila, es más fácil pasar por desapercibida estando delante, que atrás, dónde el apogeo en plena clase se desarolla. Por lo que noto, aún el profesor no llega. Percibo la fiebre de entusiasmo en los estudiantes ante la idea de la ausencia del profesor.

Medio rio cuando dos segundos después atisbo a ver la figura del hombre canoso hacer acto de presencia en el umbral de la puerta del aula.

—Buenos días, estudiantes —Saluda el profesor Jackson con una sonrisa de oreja a oreja en sus labios, posiblemente satisfecho de haber desilusionado a los chicos con su retraso—. Disculpen la hora de llegada, tuve problemas con mi auto.

Un suspiro de decepción brota en algún rincón del aula.

Y de repente, una figura le pisa los talones al profesor Jackson. El susodicho le supera en altura y contextura. Y está intentando ingresar al aula.

El profesor, exaltado, se da la vuelta para encontrarse con Floyd Simmons.

Nadie pasa por alto la respiración acelerada del chico castaño y el movimiento frenético de su pecho al subir y bajar, mucho menos su rostro transpirado ni su suéter gris húmedo. Simmons separa los labios en busca de expresar algo, pero se encuentra tan carente de aliento, que opta por tomar aire primero antes que nada.

Me encojo, inconscientemente, en mi asiento. Con un nudo en mi estómago.

—¡Simmons! —expresa alerta el profesor—. ¿Todo en orden, muchacho?

—Sí —medio gime—. Corrí para llegar a tiempo, ¿aún es a tiempo?

—¿Y también caíste en el intento, Simmons? —Una vigorosa voz masculina inunda el aula. Es Alex. Tampoco me extraña, es tan característico escucharlo intervenir con sus comentarios grotescos e innecesarios —. ¿O volviste a derribar la máquina expendedora?

Brotan risas en el lugar. Quise reír, y no por el hecho de que algo me haya causado gracia precisamente, sino porque admito que desde que Floyd Simmons ha hecho acto de presencia, mi fisiología está rígida.

Posteriormente, alguien en el aula se da la libertad de recordar la semana pasada, durante el partido de fútbol, donde Floyd cayó por las gradas. Luego cuando tropezó con una joven en la cafetería dejando caer su bebida en el uniforme de ella. Ah, y cuando pisó accidentalmente al profesor de matemáticas mientras le planteaba una pregunta durante un examen.

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