Capítulo 4: Nada en común

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Es una locura. Y Floyd Simmons no está del todo cuerdo.

No debo aceptarlo, lo sé, incluso aunque lo necesito. La nevera está casi vacía y las esperanzas de recibir un depósito pronto disminuye cada vez más al caer la noche. Sin embargo, me obligo a no ceder, a no aceptarlo. No merezco tenerlo, en realidad, me siento en la obligación de pagarlo. Y, como es de esperar, tampoco tengo dinero para ello.

Y aún así, una voz me susurra que si lo acepto, implicaría un peso menos en mi espalda.

¿Por qué me haces esto, Floyd Simmons?

Llego a casa con su nombre en mi mente y un papel con su número telefónico en mis dedos. Esto no quedaría así. Y yo no puedo esperar mañana para verlo. Secuestro el teléfono de la casa en mis manos, debido a que ni siquiera tengo uno propio. Y me dirijo hacia mi rincón en busca de privacidad. Ya que, en esta casa, siento que mi madre siempre me está respirando en la nuca en busca de censurarme algo.

Me siento sobre la alfombra, recostándome en el borde de la cama. Me muerdo las uñas mientras escucho los repiques.

Tengo el pulso desbocado.

Atiende al tercer repique.

—¿Quién es? —cuestiona, con voz gruesa y carente de ánimos.

—Anna, Anna Foster.

—Oh —no parece recuperar el ánimo al escucharme—, ¿cómo es que tienes mi número?

—Frederick —digo, pero es obvio.

Realiza un intento débil de risa.

—Debí suponerlo.

El tono de su timbre de voz es profunda y varonil. Aunque no lo reconozca en voz alta, me agrada cómo suena.

Posteriormente, durante un silencio, recuerdo por qué lo llamé.

—Simmons, ¿qué significa eso? —balbuceo, no sé cómo cuestionarselo. 

—No comprendo, Fosters —suena confundido. 

—La bolsa de compras, Simmons. Ese día lo iba a llevar.

—Claro, ya recuerdo—suena como si le refrescara la mente, luego exhala un bufido—. Anna, ahora no me siento bien para discutir de eso ahora, ¿vale?

Me ofende que asuma que lo inmediato que haré será discutirle, aunque sí, mi primera acción es casi reprocharle por tomarse esa libertad. Pero no estaría siendo sensata ni respetuosa. 

Siento una desconocida punzada en mi pecho. Por el camino en el que va la conversación, me estoy arrepintiendo de haberlo llamado.

—Eh, estem. ¿Está todo bien? —el simple cuestionamiento me acelera el pulso. 

Sé que no es mi asunto. Que entre todas las personas yo soy la menos indicada para preguntar, ya que soy un hielo impenetrable con todo el mundo, por lo tanto, soy la última que merece preguntar. Sin embargo, eso no me impide sentir empatía, por lo que no soy una insensible después de todo. 

Permanece el silencio en la línea por unos segundos.

—Solo... tengo fiebre.

Miente y lo sé. Pero no le doy atención.

—Fiebre —mascullo—, qué mal.

—Eh, sí.

Silencio.

Me muerdo las uñas de ansiedad. Por alguna razón, quiero saber cómo le fue. Si consiguió despedir a sus padres. O, además de soportar la inconsciencia de ellos, tampoco logró verlos.

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