Capítulo 2: Incidente

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Dos días antes

Me punza la cabeza y una rigidez se extiende desde mis hombros hasta mi mandíbula.

Cuando me junto en la fila, por fin puedo tomar un respiro.

Estoy en el supermercado. He llegado corriendo a buscar el refrigerio de los pequeños y algunos artículos para llegar a fin de semana. Quizás si no lo hubiera olvidado ayer -hecho que parece un hábito-, o mamá quisiera encargarse de las responsabilidades en casa, tal vez no estuviera en esta posición tan estresante.

La señora delante de mí, que aparenta ser de la tercera edad, me observa de soslayo incómoda. Es evidente que estoy sudorosa y jadeante porque estuve a toda prisa por el establecimiento, haciendo las compras en menos de diez minutos. No obstante, la cantidad de personas en la fila es lo que me alarma.

No llegaré a tiempo.

El pensamiento me aterroriza, si no puedo llegar a la hora, entonces los pequeños no podrán asistir a sus prácticas de fútbol, y eso destrozaría su corazón... y el mío.

Recuerdo que al llegar a casa de la preparatoria, mamá me gritó muy fuerte, sencillamente, por no hacer las compras que ella perfectamente pudo haber hecho esta mañana. Ni siquiera tuve la oportunidad de almorzar, y mi estómago arde bruscamente.

Mi pie se mueve frenéticamente, esperando que la fila avance.

Pero no lo hace.

Estoy agotada, casi siempre estoy. Me duelen los pies, es un malestar que se extiende hasta la punta de mi cabeza. Tengo un cansancio aglomerado de todas las últimas noches que he dormido mal, y del poco descanso que he tenido.

A veces siento que soy una anciana en el cuerpo de una adolescente de diecisiete.

La fila avanza y eso me alivia, la cajera indica que solo atenderá las siguientes personas y cerrará la caja -por alguna razón que no escuché-, y aunque la suerte no esté de mi lado, yo soy la afortunada tercera persona.

Suelto el aire con alivio.

En segundos, me descuido.

Hay un chico justo enfrente de mí.

Me supera en tamaño y contextura, pero aparenta mi edad. Y pienso que ya lo he visto antes.

—Tú no estabas ahí —le indico, directa—. Es mi turno.

Voltea tenuemente su rostro, saltan a la vista unos ojos azules y unas facciones que ya conocía. Es Floyd, el tonto andante, Simmons.

—¿Segura? —Me vacila, con una sonrisa. ¿Por qué rayos sonríe? —. No lo recuerdo así.

Me molesta su socarrona respuesta y la cólera se extiende hasta mis orejas.

—Haz la fila como todos los demás —alzo la voz, sin pretenderlo.

—¿Te he visto, no? —continúa burlándose de mí—, ¿te llamas Anna, cierto?

Aprieto el puño que tengo libre, ¿pero quién se cree?

—No —espeto—, quítate ahora.

—No veo por qué —sigue con su socarronería, y de inmediato estoy furiosa.

—Estás colándote, Simmons.

—¿Entonces sí me recuerdas? —sonríe, y lo detesto—. Solo necesito pagar esto, no tardaré. Mira, no quería decirte, soy buen amigo del gerente aquí y siempre hago esto. Nunca pasa nada.

—No me importa de quién rayos seas amigo, sal de la fila.

Pero no lo hace. En cambio, pasa por caja y la muchacha empieza a facturarle. Veo como extiende su tarjeta de débito, sencillamente, me siento impotente... y humillada.

Ardo de ira, pero solo mantengo silencio para no explotar. Porque es sencillamente lo que haré.

Cuando él termina, yo paso, pretendo que nada pasó. Que aún tengo tiempo, que no me crucé nunca a ese imbécil, y que haré una compra normal.

La muchacha se pone de pie y alza su palma en señal de que me detenga.

—Lo siento, amiga. Para facturarte debes ir a otra caja. Mi turno ha terminado.

Mis ojos amenazan con salir de sus órbitas y no contego hablar a gritos.

—¿Qué? —escupo, furiosa—. Ese era mi turno, él lo tomó y lo dejaste, ¿y no puedes tomarte cinco minutos para atenderme a mí?

Estoy furiosa, alterada, fuera de mí misma. Controlada por mis emociones.

Veo cómo Simmons tiene los ojos en mí, expectante, cierto ápice de culpa aparece en sus ojos. Pero no tiene valor para mí.

—Perdona, chica. Así son las cosas.

La cajera se marcha dejándome con la mandíbula distendida y lágrimas de furia en el borde de los ojos. Inclino mi rostro para ver las únicas dos cajas disponibles y la larga fila en ellas.

No puedo creerlo.

Y tampoco puedo creer lo que hago.

Lanzo un gruñido de frustración que me arranca las lágrimas de los ojos, la cesta en mis manos la dejo caer en el suelo con agresividad, y la pateo lejos para no verla más. Odio esto. Odio todo.

No podré llevar las cosas a casa. No podré llevar el refrigerio a los pequeños. Les voy a fallar, les voy a fallar.

No tengo tiempo para hacer otra fila.

En segundos, soy consciente de que todos me miran, he armado un escándalo y todos me juzgan como si hubiera perdido la cabeza.

Pero ellos no lo entienden.

Alguien se me acerca, por la proximidad, asumo que es Simmons. O quizás no. Solo no me importa.

—¡No te acerques! —le grito.

Y me voy corriendo de ahí.

***

Llego a casa, no sé cómo. Todo el camino lloré, y veía borroso, no tenía fuerzas, ni voluntad para llegar. Sea como sea, lo hice.

Siento pena de quién soy, ¿cómo rayos hice eso? ¿Cómo rayos lancé una cesta de compras en un supermercado? De seguro rompí artículos, de seguro la seguridad me siguió, y probablemente vaya a la cárcel.

Pero no me asusta. No me asusta más que saber que perdí el control de mis emociones y tuve un ataque de ira en público.

Al cruzar la puerta, mamá me espera con una mirada de desaprobación. No comprendo si no es capaz de ver lo mal que estoy, o solamente no le interesa. Ambas opciones me entristecen.

Se acerca a mí con prisa, salvajemente.

—¿Dónde estás las compras, Anna Elizabeth?

Se me oprime el estómago, casi no puedo hablar.

—Yo... no pude.

—¿No pudiste? —espeta, despectiva—. Ha pasado más de media hora, ¿lo sabes, no? Pero no te lo diré, miralo por ti misma.

Mis ojos se clavaron en el sofá, donde Ethan y Adrien se han quedado dormidos. El más pequeño tiene lágrimas secas en el rostro, y el oji-azul tiene una expresión de infelicidad mientras sus párpados yacen cerrados.

Por mi culpa.

Les fallé, los decepcioné, no llegué a tiempo.

Quiero detestar a mamá por ser incapaz de hacer compras. Quiero detestar a mi arrogante compañero de clases por colarse. O detestar a la cajera por ser una prepotente. Y echarles la culpa. Pero ese sentimiento me lo reservo para mí misma.

Porque soy un desastre. 

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