No tengo ganas de llegar a casa. Siento que el día de hoy mi vida ha dado un vuelco grotesco que suele dar para ponerme la cabeza boca arriba y tenerme a su merced. No consigo cómo sentirme, no hay sentimiento que lo explique. Es una combinación de todo, que al final, solo consigue dejarme sin fuerzas.
Estoy justo en frente de mi hogar, o al menos, el hogar que intento mantener día a día, ¿acaso la Annabeth de nueve años llegó a pensar que terminaría de esta forma? A veces, nuestra vida se desenlaza de manera incomprensible, y no terminamos siendo quienes creíamos. Por eso, opto por evitar poner expectativas en mi cabeza de mí misma, el detalle es que no lo consigo sin evitar ser pesimista.
Justo al lado, está la casa de la Sra. Thompson, esa casa en algún momento sí llegó a ser un hogar. Ahora solo es una casa antigua con una viuda mujer habitando dentro. Solo eso. Habitando.
Aprecio mucho a la Sra. Thompson, es una buena compañía para mí y los niños, hasta este punto, no comprendo cómo he sido tan esclava de la vida que me he quedado sin tiempo para verla.
Y pienso que justo ahora sería perfecto.
Aun así, no contengo el pensamiento que cruza mi mente de que soy una molestia. Lo soy para todos, lo sé, pero aun así, lo intento.
Tocamos su timbre. Pese a todo, su jardín está impecable, siempre me quedo absorta con sus plantas. Yo no soy capaz de cuidar ni un césped.
En pocos minutos, su rostro se asoma detrás de la puerta. Y muy pronto, se trastorna en un semblante de asombro y auténtica alegría, nos abre la puerta de par en par. Mientras viste sus pantalones y suéter favorito, los conozco bien, siempre luce impecable en espera de que sus hijos la visiten. Pero eso nunca sucede.
—Mi Annabeth, mis niños, ¡qué alegría!
Recibe a los niños con un beso en la mejilla, que ellos pronto se retiran cuando deja de mirar. Les doy una advertencia con la mirada, pero ellos hacen caso omiso y aceptan su invitación de entrar.
—Hola, Sra. Thompson —La abrazo afectuosamente—, perdona si no he regresado.
—De seguro estuviste ocupada, linda, eso yo lo sé. Venga, mejor pasa y ponte cómoda.
Me hago paso a la pequeña sala de recepción donde tiene sus muebles, los niños ya se han ido al patio trasero a ver a la mascota de la Sra. Thompson, una canina vieja llamada Dolly. No les reprocho porque ella es tan dulce, que siempre se lo permite.
—Haré café para las galletas —informa.
Me pongo de pie y la acompaño. Me siento en el comedor circular y veo el envase con las galletas, ¿acaba de hacerlas, o las tenía hechas? De cualquier forma, debe ser una forma de entretenerse en tanta soledad.
—Wow, se ven deliciosas.
—Siempre hago —comenta, desde la cocina—. Ayer tuve que comérmelas todo yo, no quería que se dañaran como la semana pasada.
Hago una mueca.
—¿Y por qué haces tantas si no la comerás?
—No sé qué día les dé a mis hijos por visitarme —comenta, mirándome a los ojos—. Nunca me avisan, entonces, yo prefiero estar preparada.
Percibo una punzada desagradable en mi pecho. Si yo tuviera una abuela como la Sra. Thompson, jamás la dejaría abandonada o que se sintiera de esa forma. Es tan buena y cariñosa. De verdad empiezo a enfurecerme con los hijos que le importan muy poco sus padres.
No tardamos mucho en tomarnos el café y comer galletas junto a los niños. Ellos juegan en el patio trasero por lo que disfrutamos de momentánea paz, ella me conversa de la época que estuvo casada y disfrutaba de su esposo. El relato es casi idílico, ¿podría sucederme a mí alguna vez? No, no lo creo posible. Menos con lo sucedido hoy.
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Frágil
Teen FictionA Annabeth Foster con una escasa edad de diecisiete años, le cae un edificio de responsabilidades ante el abandono de su hermana mayor y la inestabilidad mental de su madre. Ahora no solo tiene que hacerse cargo de sus estudios, hogar, y su primogen...