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Abro la puerta del auto y observo mi alrededor. Y... guao. Nunca antes había venido a este lugar. Parece sacado de un cuento de hadas.

Se trata de un lago. Un extenso lago de agua cristalina y pura que lo rodea el césped más verde y lindo que he visto en toda mi vida. El suave canto de los pájaros llega a mis oídos y sonrío por ello.

Evan en algún momento ha llegado a plantarse detrás de mí; asoma su rostro por encima de mi hombro.

—¿Te gusta?

—Me encanta.

Me doy la vuelta y me sorprendo visiblemente al verlo cargar con una cesta de... ¿picnic? Mi corazón da un brinco y mi vista asciende. Descubro que sus mejillas se le han ruborizado un poco; es un lindo contraste con su pelo rojo. No puedo evitar que una sonrisa curve mis labios.

—¿Desde hace cuánto tienes planeado esto? —pregunto, con más curiosidad de la que me gustaría.

—Pues...

Mi estómago se aprieta con fuerza, él parece no notarlo y se aparta un poco del auto, para empezar a armar todo. Me acerco cuando ya he calmado a mi pobre corazón de morir de un infarto. Esto es demasiado.

Me siento en la sabana que ha extendido sobre el césped. Y me dedico a observarlo; a detallar cada aspecto de su rostros. Él ni se entera, está muy concentrado tratando de abrir un envase de algo.

Tiene la lengua afuera y un rayo de sol le refleja el rostro, haciendo que sus pecas resalten más de lo normal. Su nariz está arrugada y todo el pelo rojizo le cae sobre la frente. Sin darme cuenta, he levantado la mano y la he acercado a su cabello. El toque es suave, sumamente delicado, pero es suficiente para que él se percate y levante la mirada. Le echo el pelo hacia atrás, apartándolo de su campo de visión, luego, sonrío y mis ojos recorren todo su rostro. Me quedo en sus manos, que parecen estar a punto de desbordarse por todo lo que trae encima.

—¿Son acuarelas?

Parece despertar de su ensoñación sacudiendo la cabeza. Baja la vista hasta sus propias manos y asiente despacio, luciendo algo confundido todavía.

La ilusión se adueña de mi cuerpo en un instante, pero me desinflo como globo al recordar que no tengo cualidades artísticas.

—No sé pintar.

—Yo tampoco —menciona, encogiéndose de hombros—. Por eso será divertido.

Sin preguntar, pone las acuarelas delante de mí y me pasa un pincel junto a un par de acuarelas. Lo sigo con la mirada cuando él embarra el suyo de acuarela azul y hace un trazo sin pensárselo.

Miro la cartulina sobre mis piernas y no me lo pienso más al imitarlo. Empiezo a pintar. Aunque estoy segura de que un niño de cuatro años lo hace mejor que yo.

Pinto un atardecer —o al menos lo intento—. Se lo muestro con una gran sonrisa al pelirrojo, quien ríe con diversión al ver mi entusiasmo.

—Tienes talento para esto —dice, sonriéndome.

—Estás viendo surgir a la próxima Da Vinci.

Lo dejo a un lado y tomo otro del montón. Y así hago con los demás. He descubierto que a Evan se le da muchísimo mejor que a mí. En este momento, acaba de enseñarme uno del cielo, y, para no ser profesional o algo así, le ha quedado bastante bien. A diferencia de mí, claro.

—A ti sí se te da bien.

—Tampoco eres tan mala.

Para comprobárselo, levanto en alto uno de mis dibujos. Ladea la cabeza al verlo.

No intentes reparar a la chica rota Donde viven las historias. Descúbrelo ahora