27

32 4 0
                                    

Los cuentos de hadas muchas veces no existen. Son solo eso. Cuentos para hacer felices a los niños y hacerlos creer en la magia. En la fantasía, en los sueños, pero... ¿pueden éstos cuentos volverse realidad?

No tengo idea. Esos cuentos lucen siempre tan perfectos. Tan irreales. Inalcanzables, de alguna manera. No sé si algún día yo pueda ser protagonista de algo así.

No puedo huir de mí misma. O de mi vida.

Evan me contempla, y yo hago lo mismo con él, mientras inhalo el aroma que desprende de su suéter. Y se siente... mágico, de algún modo. Observo el gran rastro de pecas que adornan sus mejillas. Y pronto me encuentro pensando en que parecen pequeñas chispas de chocolate decorando su piel. Sus ojos azules me hacen recordar al mar de aquella vez que fuimos a la playa.

Fue una calma arrolladora.

No controlo lo que digo cuando estoy con él, y conforme a eso, no me apetece callarme. A mí, quien siempre se ha reprochado a sí misma por hablar tanto. Evan me hace sentir segura. Y exactamente ahí está el problema.

No debería sentirme de este modo. Ni pensar en lo que estoy pensando. Porque, ¿cuánto tardará en irse y dejarme de hablar? ¿Cuánto tiempo durará en mi vida?

El simple pensamiento me da ganas de llorar.

No debería acostumbrarme a su presencia. O a su aroma. O a sus ojos azulados y a su cabello de fuego. O a asemejar siempre sus pecas con chispas de chocolate. No debería acostumbrarme a él.

No sé cuándo, pero se ha parado y ha ido a buscar el chocolate caliente, y ahora está tendiéndomelo en una taza. Se lo agradezco y se lo recibo.

El humo que sale de la taza, me hace recordar a algo. De repente, el rostro de mamá se escabulle en mi mente, y con voz neutra y fría, dice:

«¿No te dolió la última vez?»

Sé inmediatamente a lo que se refiere. Por lo que mi corazón entero cae al suelo y se hace trizas. De pronto, recuerdo la mesa vacía siempre a la hora de comer. Y la sensación de vacío al ver que nunca venían por mí. Y las risas del piso de abajo mientras yo estaba arriba, completamente sola. Y el cuadro familiar en el que ni aparezco, porque al parecer, no soy parte de la familia.

No quiero llorar. Estoy cansada de hacerlo. Pero no soy lo suficientemente fuerte hoy como para evitarlo.

Bajo la cabeza y las lágrimas inundan mis mejillas con rapidez. Aún tengo la taza entre mis manos, por lo que puedo ver su contenido en ella. Me siento tan inútil.

Evan se aproxima, arrodillándose frente mí. Me quita la taza con delicadeza y la deja a un lado. Envuelve sus manos alrededor de mis codos. Niego.

—Estoy bien —farfullo, pero las lágrimas no dejan de resbalar por mi cara.

Aprieto con fuerza mis ojos. Evan acoge mi rostro dejando sus manos en mis mejillas. Su contacto hace que los abra y pueda enfocarlo.

—Chelsea, no siempre tienes que ser fuerte.

Lo miro por un segundo, hasta que un sollozo vuelve a salir de lo más profundo de mi garganta. El corazón me martillea con fuerza y empiezo a sentir una presión insoportable crecer en mi pecho.

Las palabras de mamá empiezan a llegar a mí como si fueran un huracán. Me arrastran y se cuelan en mí más de lo que me hubiera gustado decir jamás.

Estorbo. Fracaso. Error. Basura.

¿Siempre me sentiré de este modo? ¿La guerra nunca acabará?

—Chelsea. —Me llama. Levanto la mirada—. Puedes hablar conmigo. Soy tu amigo. Yo sigo aquí. Estoy aquí.

No intentes reparar a la chica rota Donde viven las historias. Descúbrelo ahora