Capítulo 4:

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Las puertas se cerraron por completo tras Lestrade, dejando al otro lado a una agitada joven segura de haber estado a punto de morir y un grupo de oficiales que aún parecían creer que se encontraban ante una historia imposible de asimilar.

Tal como era de esperarse, la alta figura de Sherlock pareció evaporarse en uno de los pasillos para cuando Lestrade intentó unirse a él. Solo en aquel alargado pasillo, el inspector se peinó los platinados cabellos hacia atrás y exhaló un suspiro de resignación. Una vez más se encontró preguntándose cómo aquel joven apático seguía siendo capaz de convencerlo para ser parte activa en un caso como aquel.

Sin una respuesta que sabía que jamás llegaría, Lestrade comenzó a andar en dirección al pasillo contiguo, y al girar en la esquina el desconcierto volvió a aflorar en él cual rosas de mayo. Ahí, en medio del solitario pasillo de la bodega, se encontró a Sherlock sosteniendo su propio zapato frente a sus inquisitivos ojos heterocromáticos; como si en él se encontrasen incrustadas las joyas de la mismísima corona.

─ Sherlock, ¿qué demonios haces? ─ preguntó Lestrade, sólo para un instante después sentirse atacado por aquel detective maniático que se abalanzó contra él, dejando olvidado tras de sí el zapato objeto de su absoluta atención.

─ ¡Rápido, Lestrade! Dame tu zapato ─ apuró Sherlock, forcejeando contra el aturdido inspector que se esforzaba por mantener el equilibrio sujetándose de una de las paredes mientras Sherlock luchaba por despojarlo de uno de sus zapatos.

Lestrade intentó dar la mejor de sus batallas contra aquel impulsivo crío, pero más pronto que tarde decidió rendirse y ceder por las buenas ante la insistencia de Sherlock, a quien poniendo distancia entre ellos con una de sus manos alejó efectivamente de él.

─ ¡Para ya, Sherlock! ¡Te daré el maldito zapato yo mismo! ─ exclamó, volviendo a recuperar el equilibrio al recargarse contra la pared para quitarse el zapato izquierdo y, sin dejar de preguntarse qué rondaba por la mente de Sherlock, entregárselo junto con otra mirada desaprobatoria. ─ Será mejor que me digas qué demonios estás haciendo, porque ahora mismo la idea de encerrarte en una celda toda la noche se me está antojando demasiado ─ advirtió, sólo para ser olímpicamente ignorado por el joven detective que, tan pronto como el zapato fue puesto en su mano, se cegó y ensordeció a todo lo que no fuese dicho objeto.

Lestrade miró la lámpara sobre ellos y ésta vez sí buscó cualquier tipo de ayuda divina que le brindase la paciencia suficiente para no asesinar al hermano pequeño del mismísimo gobierno británico. Junto a él y en absoluto silencio, Sherlock se quitó uno de los guantes y hurgó con el dedo la suela de su zapato, de donde logró extraer un pequeño objeto negro y sólido que, frente a la absorta mirada de Lestrade, se llevó a la nariz para olfatearlo cual sabueso.

Las facciones de Lestrade se contrajeron mientras que las de Sherlock parecieron iluminarse ante lo que claramente era una nueva pista que el inspector estaba ignorando. Sherlock le devolvió el zapato y fue en busca del suyo mientras las preguntas en la mente de Lestrade se apelmazaban más y más.

─ ¿Y bien? ¿Qué fue todo eso? ─ inquirió una vez que ambos calzaban de nuevo sus respectivos zapatos. Sherlock tecleó rápidamente en su teléfono y, tras ponerse nuevamente sus guantes, se dignó a hablar.

─ Hay fragmentos de grava negra en el suelo y en la suela de tus zapatos ─ informó, retomando su andar hacia la salida del museo. Lestrade asintió a la nada, aun preguntándose cómo aquello arrojaba algún tipo de luz sobre las múltiples incógnitas del caso y aquel hombre al que Sherlock llamó Golem con tanta seguridad. ─ Estoy seguro de que también las hay junto alguno de los cuerpos, y a menos que una de las víctimas frecuentara el lugar de dónde proviene esa grava, alguien más los trajo hasta aquí.

Lestrade frunció el ceño intentando conectar los puntos de aquella conjetura hasta que resultasen lógicos para él. Le dio un par de vueltas a aquel detalle pero resultó imposible para él pensar que aquello era posible cuando en la bodega se encontraban más personas que las propias víctimas.

─ Pudo haberlas traído cualquiera, Sherlock. Yo las tenía en mis zapatos, tú lo has dicho. Incluso Gregson o el forense pudieron haberlas dejado regadas por ahí ─ intentó justificar el inspector, emergiendo nuevamente al ya oscurecido exterior que los recibió con un frío que le caló hasta los huesos y lo hizo lamentar no llevar también una bufanda. Su teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón, pero decidió ignorarlo a favor de escuchar a Sherlock.

─ Ya descarté a todos los demás en la bodega, Lestrade. Ninguno de ellos entró por el mismo pasillo que nosotros. Te recuerdo que te empeñas constantemente en que nadie se dé cuenta de que acudes con un amateur para que le ayude a los incompetentes del Yard a hacer su trabajo ─ replicó el detective, tomando su lugar en el asiento del copiloto en el auto de Lestrade y enviando otro mensaje en su teléfono.

El inspector, aun considerándose el obvio responsable de contaminar el área al no usar el debido equipo de protección en una escena del crimen, se adentró también al auto y sin necesidad de preguntarlo, Sherlock recitó:

─ Sé que tampoco fuiste tú, Lestrade. He buscado en las noticias de un perímetro aproximado a esa zona y no ha habido ningún asesinato o crimen que necesitase de tu presencia en ese lugar. Además... ─ comentó Sherlock, haciendo una pausa para enviar un último mensaje y guardarse el teléfono en el abrigo. ─... dudo mucho que mi momentánea ausencia te haya desesperado hasta el punto de ir al último y menos frecuente de mis escondites: los arcos de Vauxhall.

Lestrade negó con la cabeza y sonrió de forma incrédula.

─ Cómo... ¡¿Cómo demonios sabes que la grava viene de ese maldito lugar?! ─ exclamó sin intención alguna de ocultar su asombro. Miró a Sherlock y sonrió al ver la expresión complacida en las facciones del joven detective ante lo que para él significaba un alago a su intelecto.

─ Hay un aroma muy distintivo en la cercanía de ese lugar que poco tiene que ver con el Támesis, Lestrade ─ explicó Sherlock, prolongando el misterio un poco más al dedicarse a extraer una linterna de la guantera en el auto; sólo para encenderla y corroborar que funcionaba adecuadamente para el lugar al que se adentrarían. ─ Es tan pronunciado y penetrante que es capaz de impregnarse incluso en el trozo más pequeño de grava.

Lestrade alzó una ceja de forma interrogativa y, sin hacer pregunta alguna sobre dicho aroma, Sherlock sonrió con un deje de autosuficiencia.

─ La grava hiede a mi red oculta de vagabundos ─ reveló con una extraña mezcla de orgullo y disgusto que Lestrade no supo explicar.

El inspector encendió el auto y sonrió para sus adentros, pensando en lo obvio que era que Sherlock, único como sólo él mismo, contase con su propia red de informantes que a su vez resultó ser un conjunto de vagabundos. Sin necesidad de preguntar, Lestrade emprendió el viaje hacia su nuevo destino.

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