Capítulo 2:

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Para cuando Lestrade dejó tras de sí al extraño de hipnotizante barba cobriza en la cocina, Sherlock ya se encontraba en el segundo descanso de la escalera, escribiendo con rapidez en su teléfono y completamente ajeno a la aún aturdidora confusión que agobiaba a Lestrade.

─ Date prisa, Lestrade; Anderson debe estar contaminando toda la escena mientras nosotros perdemos el tiempo aquí ─ apuró Sherlock, comenzando a bajar el otro tramo de escaleras con su abrigo ondulando tras de sí.

En un intento desesperado por detener a aquel imparable crío, Lestrade se abalanzó por sobre el pasamanos de la escalera y lo tomó por el hombro, agradeciendo que dicha acción fuese suficiente como para hacerlo acreedor de la absoluta atención de Sherlock, a quien no dudó en atacar con una sola incógnita.

─ ¡Sherlock, espera! ¿Quién demonios es ese? ─ interrogó, bajando rápidamente los escalones hasta unirse al joven detective, que contraatacó a su pregunta con un ceño fruncido y confuso.

─ ¡Anderson, Lestrade! Philip Anderson, el idiota al que tienes por forense y que se empeña en disminuir el CI de todos los habitantes de Londres cada que abre la boca ─ espetó Sherlock, volviendo rápidamente la atención a su teléfono y terminando por bajar los últimos escalones hasta la entrada de Baker.

Lestrade balbuceó su frustración hacia la nada, incrédulo ante el aparente semblante despistado de Sherlock, a quien detuvo de huir al cerrar la puerta que el joven detective se disponía a abrir por completo hacia la calle.

─ ¡No Anderson, Sherlock! ¡Él! ─ exclamó Lestrade, apuntando vagamente hacia el piso de arriba y maldiciéndose a sí mismo cuando el sonido de la sirena en su auto se filtró momentáneamente hasta sus oídos. Iba a meterse en muchos problemas una vez que tuviera que levantar el reporte por perturbar el orden de forma injustificada. ─ El hombre en la maldita cocina, Sherlock. Allá arriba ─ enfatizó, siendo repentinamente muy consciente de cuan mayor lucía el extraño en comparación a Sherlock.

Sherlock rodó los ojos sin intención alguna de ocultar su fastidio y, como si fuera un detalle de lo más irrelevante, se limitó a responder:

─ Él es John; está conmigo ─, para después abrir la puerta y permitir que ambos fueran recibidos por el estridente sonido de la sirena en el auto de Lestrade, quien con más dudas que respuestas se abrió paso entre Sherlock y la pequeña multitud de curiosos que se habían acercado a Baker, para apagar la sirena y ocultarla dentro del auto.

─ ¡No hay nada qué ver aquí! ¡Sigan con su camino, por favor! ─ instó a los curiosos, que entre murmullos y miradas dudosas se dispersaron en diferentes direcciones hasta despejar la calle. Lestrade se apretó el puente de la nariz entre el dedo medio y el pulgar, intentando alejar de su mente otro tanto de papeles por llenar que le estarían esperando en su oficinal al final del día. ─ No digas nada, Sherlock; sólo entra al auto ─ ordenó al joven detective que, sin necesidad de verlo a la cara, supo que debía tener una mueca de diversión contenida torciendo las comisuras de sus labios cual Grinch.

Sherlock se adentró al auto tal como se lo indicó y Lestrade sintió el impulso de mirar hacia arriba, pero no lo hizo. No porque buscase algún tipo de ayuda divina, sino porque sabía que si lo hacía, allá en una de las ventanas del apartamento, se encontraría con el rostro de aquel hombre que ahora sabía que respondía al nombre de John.

El fracasado intento de Sherlock por acallar su baja pero audible risa mientras miraba el teléfono atrajo la atención de Lestrade lejos de las calles de Londres. El inspector intentó alejar de su mente el episodio vivido en Baker a favor de centrarse en el caso y cualquier información que pudiese recibir por parte de Donovan; pero aquellas interacciones, las miradas y ahora las risas de Sherlock no hicieron nada por ayudar. Fue por ello por lo que, aclarándose la garganta de forma audible y volviendo la mirada al frente, se decidió a hablar.

─ Este hombre; John... ─ comenzó, mirando de soslayo a Sherlock en busca de cualquier tipo de gesto que le demostrase que lo estaba escuchando. Carraspeó un poco cuando el joven detective se removió en el asiento y prosiguió: ─ ... ¿qué es exactamente?

Lestrade esperó recibir un comentario sagaz por parte de Sherlock, pero lo único que vino en respuesta, para sorpresa y desconcierto del inspector, fue una risa baja y grave.

─ Eso despende completamente de quién lo quiera saber, Lestrade ─ respondió Sherlock, guardándose el teléfono en el bolsillo cuando comenzó a alzarse frente a ellos el imponente museo británico. ─ John puede ser el hombre que te salve la vida o te la arrebate, tú lo decides ─ reveló con suma tranquilidad a la vez que se ponía un par de guantes negros para inspeccionar la escena.

Todo en Lestrade se heló momentáneamente ante lo que se sintió más como una advertencia que como una respuesta. Sintió el impulso de preguntar a Sherlock en qué momento permitió a un hombre así entrar a su hogar y, más importante, si Mycroft estaba al tanto de éste tal John. Pero a toda posible pregunta que se formulaba rápidamente en su cabeza se le impidió salir a la luz cuando Sherlock lo miró con suma diversión.

─ Oh por Dios, tendría que haberte tomado una fotografía ─ se burló, abriendo con entusiasmo la puerta del auto y emergiendo al exterior seguido de un muy aturdido inspector que sólo tuvo oportunidad de poner los seguros en el auto antes de seguir las largas zancadas del joven detective quien, desestimando nuevamente cada nuevo detalle sobre John, recitó: ─ No es necesario que envíes a todo Scotland Yard tras John Watson, Lestrade. Es un médico militar, no un asesino. Bueno, casi ─ agregó, sólo para después alzarse las solapas del abrigo que onduló teatralmente tras él al adentrarse al museo.

Lestrade no supo si sentirse aliviado o más preocupado por aquella respuesta. John Watson era ni más ni menos que un militar. Y no uno cualquiera, sino también un doctor en toda la extensión de la maldita palabra. La incredulidad golpeó a Lestrade de lleno en la cara y se encontró preguntándose con mayor afán qué relación podría haber entre Sherlock Holmes, un joven en sus veintes, y John Watson, un hombre en sus aparentes cuarentas. De un momento a otro y recordando la escena en la cocina de Baker, Lestrade llegó a una más que obvia resolución. Pero aquello no podía ser posible, ¿o sí?

─ ¡Dios! ¡Para de una vez! ¡Escucharte pensar es físicamente doloroso! ─ gruñó Sherlock de la nada, revolviéndose los cabellos en una clara muestra de su creciente exasperación contra quien se esfuerza en demostrar cuan idiota es. ─ Sí, Lestrade. John es mi novio. Creí que había sido bastante obvio cuando te dije que está conmigo ─ espetó, abriendo de par en par las puertas del pasillo oculto por el que tuvieron que adentrase para llegar a la bodega del museo.

El inspector estuvo a punto de estamparse de frente contra una de las puertas que tras dejar pasar al joven detective, retornaron a su estado original. ¿Realmente había escuchado bien a Sherlock cuando dijo que el hombre sin camiseta en su cocina era su novio? Aún en un estado de suma estupefacción, abrió las puertas y olvidando por completo dónde estaban, balbuceó:

─ ¿Cómo que ese hombre es tu novio? ─, sólo para después ser traído nuevamente a la realidad en la que los cadáveres de cuatro personas yacían en el suelo frente a ellos.

─ Shh... Ahora no, Lestrade ─ respondió Sherlock mientras una sonrisa de anticipación curvaba las comisuras de sus labios. ─ El juego comenzó...  

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