Capítulo Uno

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Harry se sentía el mejor alfa de todos, así ella lo hacía sentir. Podía palpar la alegría de su omega al desprenderse y llegar hasta su sistema cuando ella estaba lejos.

—¿Lo cuidarás? —le preguntó con burla.

La rubia rodó los ojos y acarició su prominente estómago con una tranquilidad que emocionó el corazón de Harry. Sus ojos brillaban como si fuera a derramar lágrimas.

—Lo haré, alfa —ella respondió como todos los días desde que se habían enterado que serían padres.

No había sido fácil, ambos habían buscado un cachorro desde hacía años y no lo consiguieron enseguida. El cachorro en el vientre de la omega de Harry era un milagro para todos. La única prueba de que su amor era algo verdadero.

—Está bien. —Él sonrió y se inclinó para besar la frente de la mujer, aspirando su olor y llevándoselo en su corazón que no dejaba de latir con fuerza—. Te extrañaré.

—Vete ya, tengo muchas cosas que hacer. —Ella negó divertida y volvió a rodar los ojos.

Harry asintió mientras giraba sobre sus talones y abría la puerta, el viento frío de Londres siendo un saludo como todas las mañanas. Y su omega gritando a sus espaldas lo mucho que lo amaba era la despedida más cálida, con una promesa al final del suspiro que la mujer daba y que Harry podía oír pese a la distancia.
Era el calor que ella irradiaba que lo abrigaba para no sentir frío. Era su lazo no formado, la falta de una mordida en su cuello lo que les demostraba a los demás que no lo necesitaban.

—¿Ella cómo está? —preguntaban algunos en su trabajo. Él sonreía y se inclinaba para dar a presumir su felicidad.

—Muy feliz —susurró a cada pregunta, encogiéndose de hombros y mirando a su escritorio. La foto de ella y a su lado una ecografía—. Estamos muy felices.

Y todos sabían la lucha que habían tenido que vivir para poder cumplir ese sueño. Un cachorro que crecía sano dentro de ella a cada día, que pateaba por las noches y la hacía llorar a ella por no poder dormir y Harry sosteniéndola sobre su regazo y recordándole la palabra que escuchó de todos los médicos que la habían atendido y habían dicho que era imposible que ella pudiera darle bebés. Todos ellos habían mentido, porque Harry podía sentirlo moverse. Podía ver día tras día cómo el estómago de su mujer crecía, orgulloso.

Los días eran eternos, pero al llegar a casa y tener unos brazos envueltos en su cuello junto a un estómago rozando el suyo, le recordaba que valía la pena.
Sin embargo, ese día fue diferente desde el momento en que llegó.

—¡Cielo! —exclamó en el marco de la puerta, frunciendo su frente y mirando a su alrededor para no encontrarla—. ¡Estoy en casa, Tay!

Antes, cuando el bebé no existía, ella solía correr con tanta fuerza de una habitación a otra para saludar a Harry que sus pasos se escuchaban hasta afuera, y Harry reía y la sostenía cuando se lanzaba sobre él. La regañaba y volvían a la comodidad de su habitación, el refugio que habían construido.

—¿Cielo? —llamó otra vez.

El silencio le provocó dolor de cabeza y angustia.

Sus pasos no sonaron sobre la vieja madera de la casa, solo su respiración acelerada mientras caminaba hacia la habitación. Pero el vacío le quemó la piel y los ojos cuando no halló una sonrisa de labios rojos exigiendo algún antojo. No estaba ella sobre la cama esperando ser abrazada o durmiendo profundo, como si su día hubiera estado más ocupado de lo que Harry creía.

—Estoy en casa —susurró. Ella no apareció.

Harry la encontró, pero ella nunca apareció realmente. Nunca fue a recibirlo y nunca besó sus labios para darle la bienvenida que se merecía. No le dijo que lo amaba más que a nadie en el mundo, con esa seriedad en la mirada que le erizaba la piel a Harry. Simplemente, no llegó a él.

Ella no se levantó del azulejo del baño cuando Harry abrió la puerta y la encontró desparramada sobre un suelo lleno de rojo y un tercero cuerpo. Algo pequeño soltando quejidos que hicieron que el corazón de Harry se acelerara. No por los brazos de su omega recibiéndolo, no por el sentimiento que ella le daba. Solo los quejidos de un cuerpo pequeñito sobre el suelo, cubierto de sangre y, a su lado, la omega con sus piernas abiertas y su cuerpo débil.

Se mostraba tan diferente, con una tristeza en sus facciones que Harry nunca antes había visto en ella. No la reconoció, y se deslizó hasta quedar sentado sobre el suelo mientras todo su cuerpo temblaba de miedo. De desesperanza por lo que estaba observando, una escena que tomaba forma y le abría el pecho dejándolo expuesto, quizá para siempre. Los llantos fueron la melodía que acompañaron cada doloroso latido, sin saber si eran suyos o del bebé frente a él.

Never be the sameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora