XII

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Y ahí se hallaba después de que su madre puso el grito en el cielo, y sus hermanos le miraron con una complicidad que lo enervó.

Sin tener como discutir, porque sencillamente le estaba cumpliendo los deseos a la castaña que le había engañado, e indiscutiblemente continuaba manejándolo a su antojo, y con conocimiento de causa.

Su rostro de mosquita muerta no lo engañaba, pero su racionalidad era nula cuando se dejaba persuadir por el sentir desagradable que le producía en el pecho, reduciéndolo a un imbécil sin ningún tipo de voluntad, que en ese momento se ubicaba sentando en un cubo de heno mientras ella observaba los alrededores con aire distraído, y ojos soñadores, como si de una niña pequeña se tratara.

Siendo lo que más le molestaba, porque eso lo hacía valorarla por el simple hecho de que podía mostrarse genuino, y sin reservas.

—¿Puedes sentarte? —interrogó intentando parecer molesto, cuando lo cierto es que estaba disfrutando de las vistas.

Entre penumbras y la luz de los candelabros su figura parecía más soñadora, entrecortándole la respiración hasta el punto de paralizarle el corazón.

—Es que cuando tengo frio en los dedos de los pies no puedo quedarme quieta, o siento que me muero —rodó los ojos al escuchar la misma excusa de siempre.

—Bien puedes meterlos en el fuego, y santo remedio —lo miró con los ojos abiertos de par en par y la tez pálida poniendo a volar su imaginación, pues a los segundos negó tapándose los pies para que su cabeza dejase de elucubrar ideas disparatadas.

—O usted puede... —las sugerencias con siempre se salían de cualquier tipo de esquema.

—Ni se te ocurra proponer que te vuelva a masajear los pies —la primera y única vez se ofreció no estaba en sus cávales, no queriendo recordar que lo orilló a hacer tamaña estupidez, porque esta vez primero se arrancaba las manos antes de darle el gusto de mostrarse a su merced.

—Solo quería que me diera calorcito, esposito de mi corazón —y seguía con ese mote meloso que tanto le fastidiaba.

—Tu idea, así que arréglatelas como puedas —le tiró a los pies la manta que portaba a uno de los costados.

Esa que siempre llevaba en el carruaje para cualquier eventualidad, aunque no pensó que estaría en una como aquella, pero ya no podía dar marcha atrás.

Extrañamente nada se lo impedía, pero no quería hacerle ese desplante.

Esa noche no se sentía con ánimos de llevarla al límite.

Empezando porque parecía imposible.

Por su parte, Evolet dejó caer los hombros mientras se acercaba dejándose caer a su lado con nula delicadeza, quejándose en el proceso a no atinar al cubo de paja.

En esa ocasión no pudo parecer impertérrito, porque no lo tomó tan desprevenido que una limpia y sincera carcajada que hizo que cualquier tipo de réplica del otro lado muriera, y sin notarlo fuese el foco de atención de la castaña que lo observaba con la boca entreabierta, y un brillo en los ojos que le hubiese esclarecido cada duda que portaba su cabeza, si no estuviese tan entretenido gozando con el mejor desestresante que pudo haber encontrado.

Evolet Wrigth.

No su torpeza, o sus palabras fuera de lugar.

Llanamente ella.

El conjunto de cualidades defectuosas que hasta el momento continuaba sin saber cómo sortear.

—Gracias —la escuchó decir, mientras frenaba el ataque de risa que ocasionó haciendo que la viera sin comprender a que se refería aun con convulsiones.

ACTUANDO CON EL CORAZÓN (EL ESCOCES Y LA AMERICANA) || TRILOGIA STEWART #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora