Día 2

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El Palacio Mental de Hannibal era basto en cualquier estándar con el que quisieses compararlo

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El Palacio Mental de Hannibal era basto en cualquier estándar con el que quisieses compararlo. Había aprendido, siendo un niño de ochos años, a llenarlo de aquello que deseaba guardar para siempre, pudiendo regresar. El profesor que le asignó su padre fue quién le enseñó a hacerlo.

Su primera habitación fue la recreación de la habitación de su madre. Sus muebles, sus paredes, su enorme cama, sus libros. Esos que por las noches abría y dejaba volar, llenando la cabeza de Hannibal de palabras e imágenes llenas de historias. Guardar para sí la habitación de su madre había sido tan fácil como respirar. En ella Hannibal había depositado los últimos rastros de una infancia lejana, feliz, una infancia con Mischa.

Tras esa primera habitación llegaron muchas otras. Habitaciones que apenas abría, que estaban ahí, que había cerrado con llave. La cabaña en pleno invierno. Ellos. La tina, hirviendo. Los gritos de Mischa. Había escondido las llaves de esas habitaciones en otras, a buen recaudo, y aunque a veces sentía el anhelo por entrar, lo desechaba. Sabía que, si lo hacía, podía perderse en ellas. No quería volver a hacerlo.

París, tan bella a la luz de la luna. Roma y la Capilla Sixtina. Miguel Ángel, eterno en la bóveda, sus manos los pinceles que depositaron en el mundo su propia alma. Cuántas veces ha contemplado la Creación de Adán y el Juicio Final, solo él, sin la sobrecarga del turismo.

Habitaciones de su época de estudiante. De sus primeros cuadros siendo Il Mostro di Firenze. Botticelli y La Primavera, horas delante de la Diosa del Amor, las ninfas, y el mensajero de los dioses, Apolo. Sus lápices han dibujado ese cuadro más veces de las que puede contar.

Habitaciones llenas de Will. De su rostro, iracundo, la primera vez que le psicoanalizó, Jack presente. De sus manos sobre su cabeza, perdido, y de sus súplicas mudas ante un Hannibal deseoso por mostrarle quién podía llegar a ser. Había una habitación concreta que estaba llena de todas aquellas veces que había cocinado para Will, disfrutando de su mutua compañia, de la forma en que Will lleva la comida a su labios, del bocado bajando por su laringe, de la Copa de vino entre sus dedos. En su Palacio Mental, Hannibal comía con Will todos los días.

- Sabes, le puse tu nombre - dice Will, de pie junto al cristal-. Hannibal.

Sus ojos azules traspasan el cristal y Hannibal atrapa el brillo que desprenden, sediento. Está llenando otra habitación con estos pequeños momentos con Will, en los que está descubriendo una nueva faceta no sólo del perfilador, sino también de sí mismo.

- Mi nombre - repite Hannibal.

Sonríe.

- Era una de mis tantas formas de estar cerca de ti. Pasaba más tiempo navegando sobre "Hannibal" que en tierra firme - confiesa Will -. Un día, me gustaría enseñártelo. No es un gran barco... quizá llamarlo barco es demasiado. Pero es mío, y también tuyo, y sería increíble que estuvieses en él, conmigo.

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