Un amor, tres versiones (3)

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Versión 3 

Me encanta el café, por eso trabajo en una cafetería.

No solíamos tener muchos clientes, casi siempre estaba vacío. Me aburría de tan solo pensar que tenía que estar allí ocho horas diarias. Sin embargo, desde aquel día lluvioso en que el cielo parecía que iba a caer sobre nuestras cabezas, desde el momento en que esos dos seres atravesaron la puerta de este deplorable sitio, ya no me he vuelto a aburrir. Pues la diversión que me faltaba la hallé en sus juegos de miradas.

Él fue el primero en entrar, supe por las facciones de su rostro que no le gustaba para nada el aroma del lugar. Traté de disimular lo más posible mi sonrisa cada vez que lo pillaba cubriéndose la nariz.

Rato después ella entró y presencié el momento justo en que a él se le iluminaron los ojos. Se disculpó por mojar el piso que ya estaba hecho un desastre, luego me pidió que le ayudara a secar unas carpetas. Al ver la preocupación en su rostro me moví rápidamente y con ayuda de un paño las sequé.

Pidió una taza de chocolate caliente y entonces pasó lo más divertido que he presenciado en mi vida: él pidió lo mismo. No pudimos evitar reír y aunque ambos lo disimulamos a nuestra manera, él lo notó.

Desde el momento en que los vi, uno al lado del otro, supe que entre ellos había conexión. Cada uno aprovechaba la distracción del otro para mirarlo y luego volteaban la cabeza cuando sus miradas se encontraban. Creí que sería algo irrepetible, una casualidad del destino, pero no fue así.

Regresaron, claro que lo hicieron. No una ni dos veces, sino cada día de la semana.

Cada tarde que los recibía mi corazón se sentía feliz por alguna razón. Daban ganas de enamorarse gracias a la atmósfera que creaban estando juntos. Bueno, no tan juntos, ya que se sentaban como a diez metros de distancia.

Con el tiempo supe que él era un poeta y ella pintora, ambos artistas. No existe nada más hermoso que observar a dos artistas enamorados, porque cuando un artista se enamora, no teme expresarlo de la manera más intensa. Ellos viven el amor de manera apasionada y espontánea.

Gracias a mi curiosidad —que ellos preferirían llamar entrometimiento— descubrí que la esencia de ella estaba plasmada en cada uno de sus poemas y la de él en cada una de sus pinturas.

Se amaban, pero no se lo decían. Al menos no con palabras ni de manera directa, cada uno se convirtió en la inspiración del otro y juntos ellos eran la mía.

Me motivaban a seguir trabajando en este lugar cuya paga era una miseria. Añoraba ver por cuánto tiempo más iban a ocultar ese amor tan intenso que se tenían y justó cuando creí que él tomaría la iniciativa, que le dedicaría uno de sus poemas y se besarían bajo la lluvia, justo ese día ella faltó.

Y el siguiente y el día después.

Vi la decepción plasmada en su rostro. Rogué a Dios para que él no desistiera y que ella por fin volviera. Entonces le vi levantarse de la mesa, con una expresión tan triste, tan melancólica que mi corazón se estrujó como el paño con que limpiaba las tazas. Estuvo a punto de irse, pero su huida fue interrumpida.

Casi di un brinco cuando los vi juntos de nuevo. Pensé que él por fin le manifestaría su amor, allí frente a la puerta.

Fue el momento más feliz de mi vida, y lamentablemente duró tan poco.

Luego de disculparse al mismo tiempo, ella siguió de largo y se aproximó a mí mientras que él terminaba de marcharse. Pidió un café para llevar y se fue. Sí, un café, ¿pero por qué un café sí sé de sobra que ambos lo odiaban? No obtuve respuesta en ese momento y luego de ahí no los volví a ver.

Fue lamentable, mi diversión se había terminado. Lo más interesante de esos desconocidos no fue la manera en que coincidieron, sino la extraña forma de amar de cada uno. Él, como todo un poeta, impregnó sus versos de ella. Describió a detalle y de la manera más tétrica su anhelo por llevarla consigo a la tumba. Y ella, plasmó en papel lo que esos versos ocultaban. Se amaban de una manera macabra.

Y yo, como fiel admirador, cumpliría sus deseos. 

Me tomó diez años volver a encontrarlos. 

 

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