Tres tiempos

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Llevaba tanto tiempo corriendo que olvidó la razón por que lo hacía. Tres yardas atrás, además de la piel de la planta de sus pies y parte de la sangre que por sus heridas se escurría, dejó la esperanza atada a un árbol y cargó consigo el dolor latente. Lo llevó sobre sus hombros y fue incapaz de deshacerse de él.

Sus huesos crujían con cada paso, sus músculos pesaban cuando se movía y su cabeza palpitaba, hincaba, ardía. Sentía como si sus pies se quemaran, como si corriera sobre el mismísimo infierno.

A pesar de no recordar la razón de su huida, lo que sea que viniese detrás de él era motivo suficiente para no detenerse.

Las hojas y ramas secas crujían bajo sus pies, los árboles que parecían estar con vida alargaban sus ramas en un intento fallido por arrancarle la piel de los brazos. Podía jurar que en el cielo tormentoso se estaba librando una guerra, porque rugía ante el choque de las nubes y en cualquier momento un rayo podría partirle la cabeza.

La luna no tenía planes de presentarse esa noche, pero bastó con que uno de sus tenues rayos de luz iluminara el camino para que sus ojos se abrieran con asombro y notara que alguien más corría delante de él. No. Que alguien escapaba de él.

No sabía quién le perseguía, en ningún momento giró la cabeza y mucho menos se detuvo a mirar, porque bastaba a penas un segundo para que su perseguidor lo atrapara. De algo estaba seguro, aquello que lo perseguía era de menor tamaño que él; en cambio, quien iba delante le sobrepasaba en tamaño y probablemente fuerza.

Algo que no notó antes le pesaba en los pantalones, sin dejar de correr ni alentar el paso, metió sus manos en un bolsillo y sacó una daga. Enseguida tuvo una idea para emplearla, pero junto con la idea llegó una cuestión:

¿Escapaba o perseguía?

Se distrajo mirando la daga que cayó al suelo junto con él, a causa de unas raíces que se le enredaron en los tobillos. Antes de que pudiera levantarse algo se le pegó a la espalda. Giró la cabeza y sus ojos casi salen de órbita por la sorpresa.

Era un niño, sucio, despeinado y harapiento, que por alguna razón se le hizo conocido. El niño le rodeó el cuello con los brazos y le pegó algo filoso. Era otra daga, aún más grande que la suya. A pesar de que sus brazos eran flacuchos y estaba tan pálido como la muerte, tenía una fuerza prominente.

Intentó forcejar para salir de su agarre, pero fue imposible, el niño lo estaba asfixiando.

Algo descabellado pasó por su mente, no quería hacerlo, era su vida o la del niño. Justo antes de quedarse sin aire, cuando sus manos perdían fuerza y vio imposible quitarse de encima al muchacho, dejó de forcejar. Levantó su daga del suelo y se la clavó en la parte lateral del cuello, provocándole una muerte rápida.

Se puso de pie para echar a andar nuevamente. Corrió por tanto tiempo que se llegó a preguntar si aún conservaba los pies. Estaba cansado. Respiraba por la boca dando grandes bocanadas de aire, tomaba todo el que podía como si alguien más fuese a arrebatárselo. Tenía toda la intención de continuar con su huida hasta que se dio cuenta de algo terrible: en todo momento estuvo corriendo en círculos.

Frente a él se hallaba el cuerpo sin vida del niño y a su lado una figura adulta que le daba la espalda. Era la persona que anteriormente corría delante de él.

Ahora había un testigo del cual tenía que deshacerse. Se aproximó con cuidado y con sus manos le rodeó el cuello.

No se movió, no forcejeó, ni se quejó, simplemente se resignó a morir.

Luego de enterrar ambos cuerpos, se fijó con atención en la daga que había recuperado del cuerpo del niño, la del adulto que corría delante y la suya, misma que llevaba tallada una palabra.

Tarde se dio cuenta de que había enterrado su pasado y su futuro en el mismo hoyo.  

  

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