La pintura del ático

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Siempre he sentido repulsión hacia esa pintura. Era horrible e inquietante; desprendía un aura diabólica. Parecía el retrato del mismo diablo que, a pesar de todo, el abuelo conservaba con tanto esmero.

La descubrí hace unos años cuando era apenas un crío. Cada verano toda la familia se reunía en casa del abuelo, los adultos conversaban por horas sin aburrirse y los demás niños correteaban por el enorme patio, mientras que yo curioseaba por los rincones de tan interesante casa.

Un día subí al ático y ese fue uno de mis más grandes errores. De todas las antigüedades que se amontonaban por todas partes, lo único en llamar mi atención fue aquello que se ocultaba bajo una manta blanca. Tras tirar de ella descubrí que se trataba de una pintura. Era un retrato, pero no cualquier retrato. Esa pintura capturaba la esencia de la persona retratada como si estuviera atrapada dentro del marco. Cada pincelada fue dada con una exactitud escalofriante.

Miré la pintura y ella me devolvió la mirada. No una simple mirada, fue una de esas que además de fijarse en los ojos, hurgaban el alma.

Salí corriendo despavorido y no he vuelto a pisar el ático hasta el día de hoy. Aunque esa no fue la última vez que la vi. Volví a casa del abuelo unos veranos más tarde y para mi sorpresa la pintura formaba parte de la decoración de la sala. Fue imposible no mirarla las veces que pasaba por ahí.

Una vez vi unos hombres cargándola, creí que por fin la tirarían, pero solo la trasladaron a la habitación del abuelo. Me pregunté por qué alguien desearía tener cerca tan terrorífica obra de arte, que ahora, además de mirarme, sonreía. Se burlaba completamente de mí.

El abuelo ha muerto, así que ya puedo deshacerme de ella. Esta mañana contraté a unos hombres para que además de sacar y vender todas las antigüedades de la casa, se encargaran de destruir esa terrorífica pintura. Dos de ellos la estaban por remover de su sitio cuando los detuve.

—Esperen —Pararon en seco tras escucharme—, permítanme admirarla por última vez —Luego de diez años seguía con esa expresión de burla. Me irritaba por completo. Esa mirada lánguida que denotaba perversión, esos labios delgados que formaban esa sonrisa diabólica y ese rostro pálido tan despreciable—. Odio esta pintura desde la primera vez que la vi. Ya llévensela.

—Señor... —murmuró sacándome de mis pensamientos.

—¿Sí?

—Eso es un espejo. 


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