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Verde. Todo lo que veía era verde. Las montañas se alzaban sobre mí, los árboles se volvían cada vez más borrosos a medida que el coche aumentaba la velocidad y mis ojos se cerraron tan pronto como sentí que mi estómago se revolvía en una curva. Para cuando desperté faltaba poco para llegar a la casa que mis padres habían alquilado desde hace ya unos meses; el asfalto de la carretera se encontraba lleno de hojas secas en forma de media luna, algunas tenían una coloración rojiza que se asemejaba al tono de mis mejillas debido al calor. Verano. Eran las últimas semanas de verano de Octubre.

Cuando bajé del auto respiré profundo y dejé escapar todo el aire en un suspiro, agucé el oído para escuchar el trinar de las aves, al viento barriendo hojas y a lo lejos una corriente de agua; estaba alejado de la ciudad, del ruido constante que la caracteriza y de los edificios enormes que amenazaban con caer sobre mí cuando pasaba frente a ellos.

Una pareja de ancianos se acercó a nosotros, venían desde el otro lado de la acera y yo los reconocí. Sentí la piel áspera de sus manos cuando me abrazaron, reconocía que la vida del campo era dura, pero esas manos eran más que eso, eran las manos de dos personas que pasaron por muchas dificultades para salir adelante, de dos personas que, literalmente, empezaron de cero con nada más que un piso de tierra y cultivos en un terreno pequeño. No compartimos lazos de sangre, pero nos consideraban parte de su familia.

Intercambié saludos y respondí una que otra pregunta, nunca fui de hablar mucho, así que me mantuve al margen de la conversación aprovechando para estirarme. Entonces escuché que una puerta se abría y de ella salió la persona que sería mi cielo y mi infierno, mi paz en medio del caos y mi otoño eterno: un chico alto, de piel blanca, cabello ondulado color chocolate, ojos grandes con iris bañado en miel adornados con pestañas largas y rizadas, labios gruesos y rosados que dibujaban una sonrisa en su rostro tan bonito; sin embargo, su físico no fue lo que me impresionó, al contrario, fue la sensación que recorrió mi cuerpo entero. Sentí que mi alma abandonaba mi cuerpo para unirse a la suya y que me encontraba flotando ahí mismo, en un instante suspendido entre su mundo y el mío... Para mí, él era conocido y extraño al mismo tiempo y no sabía lo que eso significaba.

Lo vi acercarse hasta mí después de haber saludado a mis padres, a cada paso se acortaba la distancia y finalmente lo tuve enfrente. Para mi sorpresa, no pude desviar la mirada a pesar de estar acostumbrado a evadir el contacto visual, pero sus ojos me miraban con una curiosidad similar a la mía, me pregunté si había sentido lo mismo que yo o si solo era mi imaginación.

Recuerdo que mantuvimos una distancia de 3 pasos entre nosotros, y algo tímido, fue él quien buscó iniciar la conversación.

— No es la primera vez que nos vemos ¿verdad? — asentí, hace un año estuve de visita y convivimos muy poco, sin embargo, yo sentí exactamente lo mismo al conocerlo — ¿Me recuerdas tu nombre?

— Félix — respondí, no recuerdo qué expresión tenía en ese momento, pero estoy seguro de que mis mejillas tenían un leve tono carmesí.

— Christopher — dijo.

Estaba nervioso, no lo suficiente para que mi voz temblara, pero sí para sentir la necesidad de jugar con mis manos, cada que pasaba solía cruzarme de brazos y pellizcar mi ropa y ese momento no fue la excepción.

Así fue como empezó todo. Él y yo hablando sobre nuestra vida como si nos conociéramos desde siempre, con sonrisas discretas, miradas compartidas y risas que de forma sutil llegaban a nuestros oídos. Christopher tenía una voz dulce, casi igual de dulce que su aroma y es que en ese momento no sabía cuánto llegaría a amar ese olor, no sabía que podría reconocerlo en cualquier lugar y que los recuerdos me inundarían igual que en una película.

Ese primer día me mostró el pueblo, tomó mi mano para ayudarme a cruzar los charcos de lodo que se habían formado por la lluvia; la dureza en la piel de su palma me hizo pensar que tal vez hacía el mismo trabajo que sus abuelos. Para cuando el sol empezaba a ocultarse, Chris y yo habíamos dado una vuelta por todo el pueblo, no a detalle, pero sí lo suficiente para planear un recorrido para los siguientes días, incluso lo escuché reír al darse cuenta de que mi sentido de ubicación era prácticamente escaso.

— El truco es saber dónde está el norte — dijo.

— Según yo, el norte está en ésta dirección — giré y le di la espalda, con mi mano señalé la montaña que estaba frente a nosotros y él siguió el trayecto con sus ojos —. Hacía allá.

Y se rio.

— Por ahí se está ocultando el sol, Félix.

— Oh.

Mis mejillas se volvieron rojas, sentí cómo el calor subía hasta mis orejas, no pude verlo a los ojos después de eso, tan solo oculté la sonrisa que se dibujó en mi rostro cuando le escuché reír.

Cuando regresamos descubrimos que apenas habían advertido nuestra ausencia. Mi madre y su abuela continuaban con su conversación en la acera, ajenas a las vidas que empezaban a entrelazarse justo frente a ellas.

Esa noche dormí con el corazón inquieto y el alma jugueteando con el cerrojo de la puerta.

sentir ; chanlixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora