Capítulo 9.

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El cuerpo esbelto y tonificado de Alan se quejó cuando comenzó a despertar. Unos relinchos a su izquierda fueron la razón por la cual abandonó el reino de los sueños para regresar a la realidad. Miró a sus compañeros improvisados, unos caballos pura sangre que amenazaban con aplastarle el cráneo con sus patas, y les dedicó un saludo con una mano.

Algunas pajas cayeron de sus ropas, bueno más bien de las que le habían prestado, y estiró el cuerpo a pesar de los dolores en la espalda y los brazos.

La noche anterior no habia tenido la desfachatez de regresar a la fortaleza de los duques de Montrose, no después de haber visto cómo el brillo de los ojos dorados de Ninet Graham se desvanecía y su figura se encogía. No era tonto, se habia percatado de que la dama albergaba cierto gusto por él y, si era brutalmente sincero, él también se sentía atraído por su belleza indómita.

Mas era un hombre de palabra, no podía fallarle de esa manera a Vanessa.

—Oye, tú, ¡Extranjero! Vamos que no tengo todo el día, es hora de que te largues de aquí, este no es tu lugar. —Las desagradables palabras hicieron que Alan apretara la mandíbula y cerrara las manos en puños—. ¿Qué? ¿Acaso al señoritingo le molesta que le diga la verdad?

—Buenos días, buenos días —recalcó el vizconde, girando un redondo y pasándose una mano por el rostro y otra por los cabellos rojizos desorganizados—. Lo primero que decimos al ver a una persona es un saludo, señor…

—Greene para usted —contestó el anciano removiéndose en su lugar. La presencia de aquel foráneo allí no le gustaba en lo más mínimo. Además de que sabía que de enterarse el jefe su cabeza rodaría como una pelota en el suelo—. Y ahora andando, que tengo muchas cosas que hacer.

Alan no dilató más la cuestión y caminó detrás de los pasos claudicantes del malhumorado hombre. A fin de cuentas era quien único podía sacarlo de allí. Algo ilógico, si le preguntaban a él. ¿Cómo una población que vivía en una isla aparte solo contaba con una embarcación?

¡Al demonio! Eso no era algo que le incumbiera a él que ya no veía la hora de largarse de allí. Toda esa travesía parecía sacada de una pesadilla, desde la misteriosa mujer con la que habló aquella noche de luna roja hasta la manera tan cobarde en la que estaba huyendo. Porque no habia otra manera de etiquetar sus acciones: escurriéndose en medio de las primeras horas de una mañana neblinosa y sin despedirse de la dama que le habia ofrecido cobijo.

La imagen de una sonriente Ninet le quemó las entrañas, si no estuviera dolorosamente despierto pensaría que esa sensación que sentía lo atraía hacia ella era real y no una invención de sus fantasías. Incluso en una parte profunda de su corazón era capaz de imaginar  la desazón y ansiedad de la joven. ¿Cómo reaccionaría ella al enterarse que se había marchado?

La tristeza que vió en los orbes dorados que se proyectaron en su mente le hizo detenerse.

El señor Greene giró al escuchar que los pasos cesaban, mirándolo con una ceja alzada.

—¿Te has arrepentido? —preguntó con disgusto. ¡Debía de convencerlo de abandonar la isla, solo así se libraría de él con ayuda de los protectores.

Alan negó con duda.

—No. ¿Es por allá? —Señaló hacia donde podía verse un astillero.

Caminaron en silencio y mientras el barquero preparaba todo el vizconde mantuvo la mirada clavada en el mar infinito que se extendía bajo la neblina. Intentó convencerse de que hacía lo correcto, lo que se esperaba de él. Era un noble caballero inglés y su palabra era el bien más valioso que tenía. ¿Qué pensaría la sociedad de él si incumplía a un compromiso de matrimonio?

El vizconde y el dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora