Capítulo 7.

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Las luces de velas fueron encendiéndose en diferentes puntos estratégicos del jardín para que las mesas recibieran la mayor parte y que en la pista de baile quedara un poco más opaca e íntima. Las escaleras por las que ellos descendieron estaban en la posición privilegiada de la locación y eran, por tanto, el foco de atención.

O quizás era la pareja. ¿Quién se pondría a cuestionarlo?

Cuando dieron los primeros pasos en la alfombra un conjunto de unos diez pequeños niños de diferentes edades se les acercaron. Alan dio un paso al costado para dejarles tener un momento con la homenajeada de la fiesta. La joven pareció florecer en medio de los chiquillos que quedaron embobados con su amplia y sincera sonrisa.
Y no fueron los únicos.

Para todos los presentes fue evidente que aquel humano veía con ojos demasiado interesados a la hija de la familia mensajera del clan. Los rumores ya se habían esparcido como pólvora y la mayoría habia acudido a la celebración para poder hacerse de un criterio propio. Sin embargo la última palabra la tendría el ritual de emparejamiento, donde se probaría si el foráneo era digno de compartir su vida con la que le estaba destinada.

Un mozo alto, de cabellos castaños y calma mirada negra se le acercó a Ninet en medio del grupo de niños. El cuerpo se le tensó al ver a Raigal Greene, el hijo del barquero, quien dentro de algunos años ocuparía la posición de su padre en el consejo y su labor.

—Muchas felicidades, Ninet —expresó él haciendo el amago por abrazarla.

—Gracias —respondió ella, un poco seca e incómoda, sin corresponder al gesto masculino.

—Quiero que sepas que no tengo ninguna oposición a que tu destinado esté entre nosotros —le susurró cómplice, mirando de soslayo al humano cuyas cejas estaban descendidas de manera acusatoria—. Creo que es una buena señal que lo hayas encontrado, sé que has esperado mucho por él.

—Sí, han sido muchos años.

Aunque Ninet se veía como una joven de diecinueve años, en realidad tenía ya tres décadas. Su cuerpo envejecía de manera más lenta que el de los humanos, algunas de las pocas ventajas que habían conservado después de la maldición que les quitó la capacidad de transformarse en sus hermosas bestias. Daba gracias que su clan no tuviera la costumbre de mencionar las edades y que Alan no preguntara.

Esa era la principal razón por la que sus padres habían abandonado para siempre la actividad en la capital londinense. Los demás nobles encontrarían extraño que los “ancianos” duques de Montrose parecieran tener solo cuarenta años.

Raigal se despidió con rapidez, llevándose a algunos de los pequeños con la promesa de acompañarlos hasta la mesa donde estaban los dulces sin que sus madres los regañaran luego. Ninet rió ante la travesura y negó con la cabeza.

—Mi lady. —Alan, quien habia estado sintiéndose incomodo debido a la interrupción de ese extraño que al parecer conocía ella desde hacía tiempo, le ofreció una vez más un brazo de manera galante.

Ella aceptó mirándolo directo a sus ojos azules que le recordaban al cielo diurno en el que siempre habia soñado volar.

—¿Quieres bailar conmigo? —Le preguntó tomándolo por sorpresa.

—La verdad tenía en mente hacer yo esa pregunta, pero te me has adelantado —confesó Alan, adentrando la mano libre en sus rojos cabellos, despeinándolos.

Ninet rió divertida, se le olvidaba muchas veces que los caballeros ingleses estaban acostumbrados a ser ellos quienes tomaban la iniciativa.

—Podemos entonces olvidar mis últimas palabras —sugirió mientras saludaba a algunos de los presentes.

El vizconde y el dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora