La luna llena

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Había caído una nevada más copiosa durante la noche. Tony abrió las cortinas de su habitación para encontrar un paisaje completamente blanco. Levantó la vista al cielo y lo vio gris, completamente encapotado. Si la teoría de los habitantes del castillo era correcta, Steve debía estar de un humor horrible. Bajó la vista hacia los jardines y lo vio. La Bestia caminaba con su capa sobre el lomo por el mullido tapete de nieve debajo. Al menos, se dijo Tony, parecía haber recordado que no era buena idea salir sin, al menos, un poco de abrigo. Steve se dirigió hasta los rosales, se detuvo ahí y Tony notó entonces que no estaba solo. Nat lo acompañaba, y como era su naturaleza o su forma, la de un plumero, comenzó a sacudir de las rosas la nieve que las cubría.

Mientras ella hacia eso, Steve observó cada rosa con detenimiento. Una vez más, Tony se dio cuenta de lo importantes que eran para él y, al mismo tiempo, se preguntó por el porqué. Decidió apartarse de la ventana, ya que la tarea que Steve y Nat tenían debajo parecía que tomaría su tiempo. Se vistió y bajó a la sala de estar.

―Buenos días, Tony ―le dijo Pepper cuando lo vio entrar ―, ¿quieres una taza de té?

Tony asintió y se sentó en la enorme silla que a veces solía usar Steve. Notó que Pepper se ponía tensa ante su acción, pero él sabía que Steve tardaría en regresar y que, además, no le diría nada. Sobre la mesita de centro encontró el libro que estuviera leyendo la noche anterior. Lo sujetó y abrió en la página marcada. Acarició con sus dedos la tinta que grababa las palabras en el papel. Quizás, se dijo, se había sugestionado por ese cuento y había soñado con un pequeño niño asustado.

Steve entró al castillo poco después, con una pequeña ventisca de nieve arremolinándose a su alrededor al abrir la puerta.

―Tony ―le dijo e inclinó la cabeza a modo de saludo.

―Hola ―el castaño cerró el libro y lo devolvió a la mesa de centro. ―¿Desayunamos?

―Hoy no puedo acompañarte, espero me disculpes―respondió Steve.

Tony frunció el ceño.

―¿Qué vas a hacer? ¿Puedo ir contigo? ―prefería ir a dónde Steve fuera que a quedarse encerrado en el castillo. Pero, para su desilusión, Steve sacudió la cabeza negativamente y sin agregar nada más, se alejó.

Tony se levantó de su asiento y lo siguió hasta el umbral de la puerta, desde donde lo vio perderse escaleras arriba. Apretó los labios y gruñó molesto. No podía negarlo, aquella actitud por parte de Steve lo sacaba de sus casillas; se sentía ignorado.

―¿Será por qué lo rechacé? ―se preguntó en voz alta.

―No, para nada―le respondió una voz a sus pies. Bajó la vista y se encontró con Nat.

―¿Entonces...?

―Es por las rosas ―le dijo Nat con seguridad y la vio girar sobre su eje, para quitarse las plumas de nieve que se habían adherido a ella.

Tony se acuclilló ante ella y le miró con curiosidad.

―Le gustan mucho, ¿verdad?

El plumero negó.

―En realidad las detesta.

―¿Por qué? Pensé que eran muy valiosas para él.

―Lo son ―aseguró Nat ―, lo son para todos aquí. Pero eso no significa que las amemos.

El muchacho se sintió confundido y todo su rostro lo expresó.

―¿Por qué las odian? ―preguntó intrigado.

―Por la maldición.

¿Maldición? preguntó Tony en su mente, no tuvo oportunidad de verbalizarlo, en ese preciso e inoportuno momento, el candelabro, Bucky, apareció patinando en el parqué.

The Beauty and the BeastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora