4. DE VUELTA EN CASA

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EUGENIO

CINCO AÑOS DESPUÉS

Siento la frente llena de sudor, los brazos me arden, pero no pierdo el ritmo, mis manos se aferran con fuerza a la barra metálica y por el espejo visualizo como mi cabeza pasa la altura de la barra.

—Cuarenta y nueve —bajo y vuelvo a subir—, cincuenta... —Cuando he terminado con las cuatro series de mi rutina, mis manos se sueltan del acero y piso el suelo sin problema, alcanzo el botellín de agua y lo bebo de un solo sorbo, con el dorso de mi brazo me deshago del sudor en mi frente.

La música en mis oídos se para por completo cuando una llamada intenta entrar.

—¿Sí? —Respondo al toque al mismo tiempo que me acomodo en la camilla de prensa de piernas.

—Eugenio, que bueno que respondes. —La mano derecha de mi padre suelta un suspiro al escuchar mi voz.

—¿Qué pasa? —Pregunto mientras cuento mentalmente cada vez que mis rodillas se doblan. Los músculos de mi abdomen se tensan cada vez que mis piernas elevan los 200 kg.

—Las armas fueron decomisadas en la última caseta antes de llegar a bodega y no quieren hablar conmigo, tiene que ser contigo o tu padre.

—¿Se dio el soborno? —Pregunto.

—Por supuesto, pero al parecer quieren más.

—Pídele al de sistemas que localice a la hija del director de comunicaciones y transportes, es una vil drogadicta, muéstrenle una bolsa de polvo y la tendrán en sus manos.

—Pero...

—No se va a dar más dinero, punto —sentencio—, háganlo ¿o quieres que yo haga su puto trabajo?

—Solo piden...

—Me importa una mierda, el acuerdo está establecido, no hay más y si lo quieren, no lo hacen reteniendo mi mercancía, asegúrate de que lo sepan.

Cuelgo y justo entonces la alarma de mi teléfono suena, anunciando que he terminado con las dos horas de rutina. Tomo una pequeña toalla y limpio mi rostro con ella, la paso a mi cuello en donde la dejo.

Me doy una ducha y, una vez listo, voy a mi pequeña oficina.

Veo el calendario colgado en la pared una vez que cruzo la puerta, tomo uno de los marcadores que hay en mi escritorio y tacho un día más, sonrío al ver que solo resta uno, que mañana es mi último día.

Avanzo a la esquina de la habitación y ahí me encuentro con la pizarra que tiene fotos y nombres pegados.

Bryan Velasco,  Enrique Palacios,   Teo Cortés

Y en la parte superior:

Sergio Lombardo,  Mayela Santoro,  Silver Romano

Este último, claramente tachado.

Me puse a una distancia prudente, con el marcador que tenía en mano, lo arrojé a la parte inferior y cuando dio justo al centro de un nombre y apellido, no podía estar más satisfecho.

Recordaba su nombre y lo que me hizo, y ahora, él tendría la fortuna de ser mi primera visita tras mi regreso.

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—¿Me puedes dar ya de alta? —Pregunto despegando de mi cuerpo los chupones, rompiendo los cables que había en mis sienes.

—¿Qué más da hoy o mañana? —el médico niega casi con burla— Has soportado cinco años, veinticuatro horas no son nada.

Un Gran ErrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora