La carta

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Olivia y su madre vivían en un pequeño piso en Londres. Solo podían permitirse una cocinera, una sirvienta y una doncella, gracias al esposo de la hija menor de Mary Dalton, quien había accedido a costear estos servicios. Solo contaban con tres habitaciones, y una de ellas, en el sótano, era compartida por las empleadas. Sin embargo, estaban cerca de todo lo que les gustaba a la señora Dalton: la vida social, los salones de té y de baile, el parque y los baños de Bath. Además, el mayordomo de Lord Barrington les entregaba una generosa mesada cada mes.

El padre de Olivia había sido alcohólico y adicto a las apuestas. Al morir tres años atrás, dejó a la familia en la ruina. Así que cuando Lord Barrington demostró cierto interés en la menor de los Dalton, la madre no dudó en armar una estrategia para que Lilly lo consiguiera como esposo. La joven estaba encandilada con la apariencia del hombre y tampoco dudó en aceptar los planes de su madre, los cuales consistían en manipular los acontecimientos. Una noche, en un baile, Lilly se puso de acuerdo con su madre para ser descubierta en una actitud comprometedora, lo que obligó a Lord Barrington a casarse con ella.

—¡Olivia! ¡Olivia! —gritó la señora Dalton, sobresaltando a su hija, quien estaba absorta en la lectura que tenía entre sus manos.

—¿Qué sucede? ¿Por qué gritas tanto?

—Acaba de llegar el correo con una carta de Surrey. Lord Barrington dice que la pobre Lilly está enferma de gravedad. Los médicos no saben cuánto tiempo le queda de vida. —Mary Dalton sacó un pañuelo del puño de su vestido y se limpió las lágrimas que corrían incesantes por sus mejillas.

Olivia dejó a un lado la revista y se puso de pie. Ella no perdía el control con facilidad, así que cogió a su madre de la mano y la llevó escaleras arriba.

—Date prisa, tenemos que ir a Surrey de inmediato.

—¡Oh, sí, sí! Tenemos que ver a tu pobre hermana antes de que... —La mujer rompió nuevamente en llanto.

—Si nos damos prisa, podemos coger un carruaje al mediodía. Llegaremos a Clandon Park esta noche.

—Sí. Sí. Vamos.

Empacaron a toda prisa. Trudy, la doncella, salió a llamar una berlina para llevarlas a la estación donde salían los coches de pasajeros.

Olivia y su madre fueron las últimas pasajeras en subir al carruaje. El único disponible pasaba por Berkshire antes de dirigirse a Surrey, por lo que tardarían más en llegar, y quizás tendrían que pernoctar en alguna posada esa noche. Mary Dalton pensaba angustiada que no alcanzaría a ver a su hija con vida.

El cochero arrojó el equipaje de las damas sin parsimonia hasta las manos del escopetero, quien estaba de pie sobre el techo de la diligencia recibiendo los bultos. Como era previsible, no había distinción de clases a bordo del carruaje, por lo que los pasajeros podían encontrarse con personas medianamente acomodadas, pero sin transporte propio, o gente común y corriente. Las Dalton no fueron afortunadas: en la diligencia iba una mujer con dos niños pequeños, uno de los cuales no cesaba de llorar durante todo el trayecto; una pareja de recién casados; un matrimonio que discutía en todo momento; una mujer de gran volumen que sacaba comida de una bolsa inagotable, y para terminar, un hombre que parecía haberse bebido toda la cerveza de la taberna.

Madre e hija, no consiguieron quedar sentadas una al lado de la otra, por consiguiente, Olivia quedó junto a la mujer con los dos niños, y la señora Dalton tuvo la suerte de quedar entre la mujer que comía mucho y el beodo. Por cierto, el hombre apestaba tanto a sudor y alcohol, que entre eso y el el natural vaivén del carruaje debido a lo disparejo del terreno, la pobre mujer apenas lograba contener la nausea. Por suerte, el hombre se bajó en una aldea antes de Berkshire, y por fin pudieron respirar tranquilos adentro del carruaje, ya que todos se sentían bastante incómodos. Casi oscurecía cuando llegan por fin a Berkshire, eso sí con tan mala suerte, que se le rompió una rueda a la diligencia. El ruido estrepitoso y la falta de equilibrio alertaron a los pasajeros de que algo malo ocurría. El conductor y su acompañante se bajaron del pescante con rapidez para ver qué ocurría. Algunos pasajeros también descendieron para curiosear. Los que todavía continuaban a bordo, recibieron la mala noticia de que una de las ruedas traseras se había roto y el tirante correspondiente también.

—El pueblo está cerca —advirtió el cochero—. Pueden hospedarse en la posada y mañana pasaré a recogerlos. No se preocupen por el equipaje. Estará a salvo.

—¿No hay otro coche de pasajeros, que pueda llevarnos ahora mismo a Surrey? —preguntó la señora Dalton, con voz estridente.

—No señora, hasta mañana. Así que tardará lo mismo que si espera su transporte.

—¿Falta mucho para Berkshire?

—Solo un par de kilómetros.

—¡Oh!

Las dos mujeres se echaron a caminar junto a los otros pasajeros que aún continuaban hacia Surrey. Mary Dalton estaba mortificada, puesto que este retraso significaba que quizás no alcanzaría a ver a su querida hija con vida. Aunque ella nunca lo manifestaba, Lilly era su preferida, puesto que siempre estaba dispuesta a seguir los planes que su madre pensaba para ella. Al ser más bonita que su hermana mayor, Mary sabía que representaba la llave que las sacaría del atolladero si alguna vez estaban en problemas.

El padre siempre tuvo malas costumbres, por lo que la señora Dalton sabía que algún día habrían de necesitar las dotes personales que ella le inculcaba a Lilly, así que cuando el señor Dalton falleció, la joven ya estaba preparada para sacrificarse por el futuro de la familia. Por supuesto, casarse con lord Barrington no había significado gran sacrificio, ya que la apostura de él, derretía el corazón de cualquier joven casadera.

Insoportablemente enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora