La muerte de Lilly

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—¡Lord Barrington! —exclamó Mary Dalton, sorprendida por la actitud del conde. No se esperaba tal recepción—. Hemos venido en cuanto recibimos su carta, milord. Necesito ver a mi hija.

El conde se aproximó a ellas, y por un segundo Olivia se quedó sin aliento ante aquella figura, tan imponente como prepotente.

—No era necesario que vinieran. Solo fue un aviso. En ninguna parte de la carta existía una invitación a invadir mi casa.

—¿Invadir? —seseó Olivia—. Hemos venido a ver a mi hermana, señor. No sabemos si esta es la última vez que lo haremos y no puede negarnos ese derecho.

—Ustedes no tienen ni una pizca de vergüenza —espetó el conde.

Olivia no entendía qué ocurría. ¿Por qué ese hombre les hablaba de aquella manera? ¿Qué habían hecho para merecer ese tratamiento tan soez? Mientras tanto, su hermana lucía agonizante en el gran lecho.

—¡Basta! —gritó Olivia, y la enferma pareció reaccionar.

—¿Oli?

—¡Hermana! —Olvia se abalanzó hacia el lecho de la enferma y el conde no pudo detenerla.

La madre también corrió hacia su hija menor. No lograba contener las lágrimas al ver a su preferida en los brazos de la muerte, con sus despiadadas garras; no respetaba edades, condición social ni afectos. ¡Cómo le hubiera gustado a Mary Dalton que solo los pobres murieran! Su hija no lo merecía. Tan joven. Tan bella. Y lo peor de todo, si ella fallecía el conde no tendría razón para continuar manteniéndolas.

Olivia cogió un paño y lo humedeció en una palangana que estaba en la mesa de noche. Lilly ardía en fiebre y su tez pálida, sus ojos hundidos y vidriosos, además de la evidente delgadez, hacían presagiar un final inminente.

El conde las observó de lejos, ¿habría incurrido en una equivocación al juzgarlas tan duramente? Estaba absorto en sus cavilaciones, cuando de pronto, Lilly levantó su mano para llamarlo.

—Magnus —dijo—. Lo último que te pido antes de partir, es que mi madre y mi hermana se queden en esta casa, para velar por los cuidados de mi hijo. ¡Es tan pequeño que no se lo puedo confiar a manos extrañas! Magnus, yo... Promételo, Magnus.

—No te canses, querida.

—¡Promételo!

—Sí, está bien. Lo prometo.

—Se que no me amaste, pero has sido un buen esposo. Ahora serás libre de buscar una mujer que llene todos los espacios que yo no pude ocupar...

—No hables de eso, ahora, mi pequeña Lilly —Magnus depositó tiernos besos en la mano de ella.

—Madre. Oli. No teman, papá me espera. Él ha cambiado y estaré feliz de acompañarlo en donde él está. —Enseguida intentó abarcarlos a todos de una sola mirada—: los amo. Magnus, cuida bien del pequeño Harry.

Estas fueron las últimas palabras de la condesa de Barrington, dejándolos a todos sumergidos en diferentes emociones: asombro, incredulidad, rabia, sospecha. Sin embargo, lo único cierto era que ella había partido dejando una tremenda responsabilidad que debía ser compartida, según sus últimas palabras. ¿Se atrevería alguien a incumplir la promesa hecha a una moribunda?

Luego de una breve ceremonia, celebrada en la capilla de Clandon Park, Lilly fue depositada en el panteón familiar, que también estaba ubicado dentro de la propiedad.

En las últimas cuarenta y ocho horas, ninguno de los tres involucrados había cruzado palabra, ni siquiera madre e hija. Magnus se preguntaba cómo lograría mantener la promesa hecha a su difunta esposa. No toleraba a esas mujeres, y pensar en tenerlas para siempre en su casa se le hacía insoportable. Todo hubiera sido diferente si no fueran tan ambiciosas y oportunistas; tan trepadoras. Durante los últimos tres años, cada semana había recibido una carta de la madre pidiéndole dinero; lo que le entregaba mensualmente no era suficiente. Sin embargo, lo que más le irritaba, era que siempre sugería que Lilly no debía enterarse de sus apreturas económicas. La mayoría de las veces los pretextos estaban fundados en su hija mayor, Olivia, por lo tanto ella debía estar enterada de las peticiones de la madre. Podría decirse que las odiaba con todo su corazón, y ese era un sentimiento que lo acompañaría mientras permanecieran bajo el mismo techo.

Olivia también se hacía preguntas: ¿a qué se debía la animadversión del conde? ¿Qué sucedía que ella no sabía? ¿Es que acaso su mala relación con Lilly le provocaba tanto odio a la familia? Su cabeza bullía de conjeturas, para las que no tenía respuesta. Y ahora, por una palabra empeñada tendrían que quedarse junto a un hombre tan nefasto como apuesto. Porque Magnus era apuesto, tal vez en demasía, pero eso no cubría su carácter aborrecible y su arrogancia. No se había dignado a dirigirles la palabra, ni siquiera durante el panegírico de su hermana, entonces, cómo convivirían quién sabe por cuánto tiempo más.

Los pensamientos de la madre no eran tan desafortunados. Todo lo contrario, se consideraba una mujer con suerte. Obviamente estaría apartada de la sociedad y las fiestas londinenses, pero se las arreglaría para tomar el mando de la casa, para hacer en ella lo que creyera conveniente, lo que se traducía en poder celebrar grandes bailes en aquellos lujosos salones. Si el conde se ponía terco, se las ingeniaría para buscar una esposa que ella pudiera manipular, incluso podría ser... Bueno, esas decisiones las dejaría para después, por lo pronto se dedicaría a disfrutar de la potestad otorgada por Lilly.

Haberla perdido le partió el corazón en dos, por lo mismo, esa falta tenía que suplirse de algún modo, y qué mejor que ese.

Insoportablemente enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora