Reacción indeseada

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Dos semanas después, el conde hizo llamar a su despacho a Olivia. Ella no le temía, pero sentía una especia de urticaria en la piel cada vez que tenía que tratarlo.

Antes de cruzar la puerta, Olivia adoptó una postura erguida, revisó su cuello y puños de terciopelo gris, que hacían juego con el color del vestido y luego se pasó las manos por el cabello, para asegurarse de que nada se hubiera escapado del moño que solía peinar.

—¿Quería verme, lord Barrington?

—Señorita Dalton, me iré a Londres un par de semanas, pues urge mi presencia allí. La dejo a cargo de la casa y de mi hijo.

—Tiene al mayordomo para que se haga cargo de la casa. ¿O por tenernos acá, debo cumplir con la función de ama de llaves?

—No, pero los sirvientes necesitan a alguien que les dé instrucciones a diario. Solo eso estoy pidiendo. No que se encargue de ver las labores domésticas, sino que pueda tomar resoluciones si es que algo grave acontece. Pero ya sabe, mi hijo es lo primordial.

—No sé por qué piensa que desatendería a mi sobrino. Es lo único que queda de mi hermana.

De pronto el conde se puso de pie de la silla desde donde la había observado indolente todo el rato y se aproximó a ella de forma alarmante. Estaba demasiado cerca para el gusto de Olivia. Podía sentir su aliento sobre su frente, exhalando aroma a whisky caro.

Sus piernas temblaron. De repente perdió el aplomo. Esos ojos azules como el mar que bañaba las costas, la penetraban como si quisieran descubrir sus secretos, pero ella no tenía ninguno.

—No se olvide que mi hijo es un vizconde.

—Es solo un niño, y lo cuidaré como tal —repuso ella con voz insegura—. Sin embargo, veo que es usted el que no se involucra mucho con él —continuó Olivia en un arrebato de valentía.

Pensó que él la abofetearía, por como la miró, pero enseguida cambió de actitud y respondió a su reto con voz templada.

—Aún es muy pequeño para que hagamos cosas de hombres.

—Podría sacarlo de paseo al jardín.

—Lo pensaré. Ahora, puede retirarse, señorita Dalton.

Olivia retrocedió un par de pasos, y él se acercó nuevamente. Olivia retrocedió otra vez y chocó con el sofá, pero una mano fuerte la sostuvo para que no cayera.

—La salida es por allá —indicó él, señalando a su izquierda.

—Sí, gracias.

Ella se fue casi corriendo de la habitación, bajo la mirada atenta y enigmática del conde.

Olivia entró a su habitación y cerró la puerta con seguro. Se sentía como cuando era niña y aún creía en los fantasmas. Sus piernas todavía temblaban, pero, ¿por qué? Una sola vez en su vida había estado enamorada y no le eran ajenas las reacciones del cuerpo de una mujer a la proximidad del hombre que formaba parte de sus sueños. No. No podía estar sucediendo de nuevo, y no con él. Lord Barrington era un hombre aborrecible y ella lo detestaba. A él no se le movía ni un músculo en su hermosa cara cuando estaban próximos. Por ende no le había dado ningún motivo para que ella se sintiera así; sin embargo, su corazón traicionero y su cuerpo, cómplice de aquella traición, esperaban que ella terminara sucumbiendo, así, sin más, sin mediar provocación de parte de él. Y aunque así fuera, un hombre como él jamás se fijaría en un patito feo después de haber tenido al cisne de la parvada.

A media tarde, el conde se subió a su carruaje particular, llevando con él tres baúles de equipaje y se marchó, sin siquiera darle una caricia a su hijo, que en ese momento estaba en brazos de la niñera, para despedir al padre. Olivia observaba desde una ventana, sintiendo una vez más ese escozor en la piel, mezcla de ansiedad y rabia.

Después de ver aquella escena, Olivia tomó una decisión radical. Por supuesto que no complacería al conde su idea, pero era lo mejor que podía hacer dada las circunstancias: no permitiría que ese niño creciera como un huérfano no solo de madre, sino también de padre.

Olivia bajó corriendo las escaleras y salió de igual forma al jardín. Cuando estuvo cerca de la niñera que llevaba al pequeño en una carriola, le habló con voz un tanto tosca.

—¿Mi sobrino todavía toma biberón?

—Sí, señorita.

—¿Aún no ha comenzado a darle compotas? —Olivia, en el tiempo que llevaba en Clandon Park, había estado leyendo acerca de la alimentación y educación de infantes, por lo que estaba bastante informada de las etapas por las que debía transitar un niño.

—No, señorita, el doctor...

—Está bien. Desde hoy me haré cargo de mi sobrino, y quiero que traslade su cuna y todos sus artículos de primera necesidad también. Los juguetes y demás cosas todavía pueden permanecer en su cuarto.

—¿Me despedirá, señorita?

—No, Frances, haces un buen trabajo. Esta decisión está basada nada más en cómo deseo que el niño crezca. Que sepa que tiene una familia y no pase su infancia solo en compañía de niñeras y tutores. ¿Comprendes?

—Sí, señorita.

—Siempre serás necesaria, yo solo tengo dos manos —agregó riendo—. Además, hay muchas cosas que debo aprender todavía. 

Insoportablemente enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora